SALOMÓN MICHÁN

En un día caluroso de verano, en el sur de Florida, un niño decidió ir a nadar en la laguna detrás de su casa. Salió corriendo por la puerta trasera, se tiró en el agua y nadaba feliz.

Su mamá desde la casa lo miraba por la ventana, y vio con horror lo que sucedía. Enseguida corrió hacia su hijo gritándole lo más fuerte que podía.

Oyéndole el niño se alarmó, miró y comenzó a nadar hacia su mamá lo más rápido que podía. Pero fue demasiado tarde. Desde el muelle la mamá agarró al niño por sus brazos, justo cuando el caimán le agarraba sus piernitas. La mujer tiraba determinada, con toda la fuerza de su corazón. El cocodrilo era más fuerte, pero la mamá era mucho más apasionada y su amor no la abandonaba.

Un señor que escuchó los gritos se apresuró hacia el lugar y con una pistola, mató al cocodrilo. El niño sobrevivió y, aunque sus piernas sufrieron bastante, se recuperó y pudo llegar a caminar unas semanas después.

Cuando salió del trauma, un periodista le preguntó al niño si le quería enseñar las cicatrices de sus piernas. El niño levanto la colcha y se las mostró. Pero entonces, con gran orgullo se remangó las mangas y dijo:

—”Pero las que usted debe de ver son estas”. Eran las marcas de las uñas de su mamá que habían presionado con fuerza. Las tengo porque mamá no me soltó nunca, me salvó la vida y de las garras del cocodrilo.

Moraleja: Nosotros también tenemos cicatrices de un pasado doloroso. Algunas son causadas por nuestras malas decisiones, pero algunas son las huellas de Dios que nos ha sostenido con fuerza para que no caigamos en peores situaciones.


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