ESTHER SHABOT

La plaza Tahrir vuelve de nuevo a ser el escenario de violenta confrontaciones que se replican en ciudades como Alejandría e Ismailiya. Los choques entre autoridades y manifestantes han producido muertos y heridos poniendo en claro que la destitución de Mubárak ha desembocado por lo pronto, en una caótica lucha entre corrientes distintas. Básicamente quienes protagonizan este drama son: 1.- los militares que hoy tienen en sus manos las riendas del poder, 2.- la Hermandad Musulmana que gracias a su organización de larga data aspira a convertirse en la fuerza dominante, y 3.- las masas de jóvenes inconformes e influidos por ideas liberales que detonaron la revuelta de febrero pasado con la expectativa de transformar a Egipto en un país más abierto y apegado a las prácticas del modelo democrático occidental.

El combustible para los nuevos incendios que sufre Egipto proviene justamente de la incompatibilidad de los proyectos enarbolados por estas tres fuerzas sociales y políticas. El Consejo Militar encabezado por el general Tantawi, a pesar de su apariencia oficial de entidad de transición encargada de encaminar el proceso de construcción de un nuevo orden en el país, aspira a conservar muchos de sus cotos de poder y privilegios. Con ese fin empezó a delinear en la declaración de principios en la que debe basarse una nueva constitución, las fórmulas para permanecer como un cuerpo independiente, no sometido a ningún otro poder.

Por otra parte, aunque existen puntos de coincidencia y acuerdos tácitos entre los militares y la Hermandad Musulmana, para ésta el objetivo fundamental es hacerse del poder con objeto de imponer el modelo islamista basado en la Sharía, el cual ha sido distintivo de esta organización desde su fundación en 1928 bajo las premisas ideológicas del teólogo islámico Hassan al Bana. Sabedores sus adeptos de las resistencias que tal modelo genera entre diversos sectores egipcios y en la comunidad internacional, han optado por matizar sus posturas mientras transcurre el lapso de transición hacia su control mayoritario del poder.

Incluso se han deslindado de las manifestaciones de los últimos días bajo el cálculo de que es mejor no alterar demasiado las aguas para que no se pospongan las elecciones parlamentarias del lunes 28 de noviembre en las que tienen la expectativa de obtener más del 40% de las bancas, lo cual les daría una hegemonía indiscutible como fuerza política legitimada.

Así las cosas, quien se encuentra ahora en la posición más frágil es justamente el sector que en principio fue el mayor responsable de detonar el movimiento de protesta de febrero pasado: los jóvenes rebeldes movilizados con ayuda de las redes sociales y cuyas intenciones eran y son construir un orden liberal y con prácticas democráticas que les permita vislumbrar un horizonte de progreso económico y libertades individuales en el cual se respeten los derechos humanos y de las minorías y donde las mujeres no sufran el trato discriminatorio y cruel implícito en las visiones de los islamistas. Este sector ha sido el que más presencia ha tenido en las manifestaciones de la semana pasada. De acuerdo a observadores presentes en la plaza Tahrir, la mayoría de los participantes –tanto hombres como mujeres- no vestían a la usanza islámica ni coreaban consignas con tintes religiosos.

Esta frustrada masa juvenil que no ha tenido tiempo ni oportunidad de organizarse eficazmente ni de gestar liderazgos consolidados, sabe que las elecciones programadas para los próximos días le darán muy probablemente a la Hermandad un triunfo de peso, y que las fuerzas armadas encontrarán maneras de acomodarse a la nueva situación de hegemonía islamista mediante un toma y daca de concesiones mutuas. En ese sentido, esos jóvenes se hallan ahora desesperanzados- y con razón- ya que el panorama que prevén es el de un nuevo tipo de dictadura cuyas características, si bien distintas a las de la era Mubárak, de igual manera operarán en contra del establecimiento de las condiciones de libertad por las que han luchado.