EZRA SHABOT/CONTRA CORRIENTE

La candidatura de Enrique Peña Nieto surgió del éxito obtenido en el proceso electoral mexiquense del 2005 y en donde la combinación de una figura atractiva y una campaña multimillonaria lo llevaron a un fácil triunfo frente a una oposición dividida y sin candidatos competitivos. A partir de ese momento la administración peñista supo conjugar un bajo perfil en el terreno de la confrontación y una presencia mediática en el más alto nivel posible sin tener que ensuciarse en lo más mínimo. Eventos como los del caso Paulette y otros fueron manejados adecuadamente por un equipo de gobierno que supo cuidar al máximo la imagen del gobernador en los momentos más difíciles.

Ni Peña ni sus más cercanos colaboradores se permitieron el lujo de subirse al ring contra el presidente Calderón. Frente a los serios problemas de seguridad que se presentaron en la entidad durante su administración, la respuesta fue aguantar la andanada de críticas y amortiguarlas a través de la figura popular del gobernador difundida en los medios. A partir de la exitosa elección del 2009 para el PRI, el grupo peñista fue aglutinando cada vez a un mayor número de grupos de poder en torno a su eventual candidatura, al grado de tener el control de la bancada en la Cámara de Diputados y con ello una base infinita de acción electoral.

La estrategia del PRI de Peña fue clara: no permitir reforma alguna en la Cámara baja que pudiese representar una victoria para el gobierno de Calderón y con ello para el PAN en la lucha por la silla grande. Frente al costo que esta política de bloqueo pudiese ocasionar, el priísmo peñista optó por mantener el statu quo y esperar a llegar a la Presidencia del país para echar a andar reformas que pudiesen modificar la estructura económica nacional. Esto generó la división con Beltrones, pero aun así Peña optó por mantener el carro de priísmo en ascenso sin negociar un ápice con otra fuerza interna del partido.

El incorporar a la alianza electoral a verdes y a Elba Esther, no implica concesión alguna. Se trata sólo de comprar aquellos factores de poder que con posiciones y dinero están dispuestos a someterse y aportar su granito de arena a la campaña sin demandar ser parte integral del proyecto de gobierno. Hasta aquí parecería ser que la estrategia funciona y se camina con seguridad hacia Los Pinos. El problema radica en que las campañas formalmente aún no inician y además el pacto de unidad interno en el PRI entre Peña y Manlio todavía no se concreta.

Además, la aparición de figuras como Arturo Montiel y Carlos Salinas en la campaña tricolor, así como también de una vieja clase política desacreditada por su pasado y su presente obliga a Peña a recurrir más a su figura que a la de sus aliados. Los panistas y perredistas se le irán a la yugular recordando la leyenda negra de Salinas, la corrupción de Montiel, o la presencia de liderazgos corporativos como Joaquín Gamboa Pascoe, que son impresentables ante un electorado. Y no es que no existan priístas viejos y jóvenes con arrastre y capacidad de dar la cara, pero la presencia de estos símbolos de un pasado injustificable son las principales armas para tratar de alcanzar a Peña en las encuestas.

La renuncia de Moreira al liderazgo tricolor reduce la presión sobre Peña, y el eventual nombramiento de Pedro Joaquín Coldwell al frente del partido apuesta por la renegociación del pacto de unidad con Manlio y el resto de los participantes en la campaña presidencial. Peña Nieto tiene la oportunidad de mantener su ventaja sólo si es capaz de plantear con claridad sus compromisos con el cambio estructural que el país requiere y su separación con el pasado que ata al PRI con el presidencialismo absoluto, las cargadas y los excesos en lo económico e incluso en lo político. El miedo al retorno del PRI es el miedo al abuso, la irresponsabilidad y a la no rendición de cuentas. Es el miedo a los Humberto Moreira, Ulises Ruiz y Mario Marín, entre otros. De esto tiene que alejarse Peña Nieto.