ROSARIO CASTELLANOS*

A raíz de mi incorporación a las filas de Excélsior (¿se da cuenta de cómo se me ha hecho ya una mentalidad militar?) he recibido algunas cartas de México. (Fíjese bien usted el término usado: algunas. Si yo hubiera asentado “muchas”, habría parecido jactancia; si yo hubiera precisado “pocas”, habría sonado a queja. Algunas es ambiguo. No compromete a nada. Alude y elude. Cumple, pues, con los requisitos indispensables del estilo diplomático).
Entre esas cartas está la de una amiga mía, que pertenece a la comunidad judeo-mexicana y que se encuentra en un estado de perplejidad y angustia en lo que respecta a Israel, que quisiera yo ayudarla a disipar.

Es cierto que el problema del Medio Oriente es muy complejo y que lo forman elementos de la índole más diversa y opuesta. Es cierto que yo no soy la persona ni más capacitada para comprenderlo, ni más adecuada para divulgar mis interpretaciones. Pero yo creo que hay un margen lo bastante amplio como para dar lugar a las conjeturas y hay un tipo de conjeturas que es lícito a cualquier lego proponer y correcto que cualquier funcionario acceda a comunicar.

En la historia de la fundación del estado de Israel operaron como factores la historia, la economía, la religión, la política. Con las buenas intenciones se alcanzaron, a veces a adversos resultados y con métodos que no eran morales ni parecían factibles, se lograron frutos de los que ahora se pasman los extraños y se aprovechan los propios.

Han ocurrido, desde el principio de la fundación hasta hoy, muchos acontecimientos y han transcurrido apenas, veintiséis años. Un lapso muy breve de acuerdo con la vara de medir la historia. Un lapso que parecido más breve porque, si yo juzgo por mi experiencia aquí, no ha habido un solo momento que no sea de tensión.
Vamos a abrir un paréntesis y a dejar fuera todos los elementos externos. Vamos a mirar únicamente a los que hicieron la aliyá, a los que subieron a Israel y a los que aquí luchan contra los obstáculos de la naturaleza, contra los desfallecimientos de la voluntad, contra las estructuras de una sociedad que comienza a plasmarse y que al hacerlo no satisface las necesidades del mayor número ni las de una minoría. Porque esas necesidades, más que físicas, son emotivas; más que reales son imaginarias.

Gente que ha permanecido durante dos mil años en los cuatro puntos cardinales de la Tierra repitiéndose diariamente la promesa del regreso a Jerusalén. Y cuando la persecución se desata y la injusticia los aísla y la violencia los diezma, no se sustentan más que de una memoria y de una esperanza. Las dos tienen el mismo nombre. Las dos se llaman Jerusalén.

¿Qué significa esta palabra? ¿Cómo, a semejanza de los astros y constelaciones que cambian de posición en el cielo, ha ido transitando de una figura a otra y a otra y a otra más? Porque los primeros desterrados conocieron los rigores del clima de Levante, la aridez del suelo, la agresividad de las montañas rocosas, la extensión hostil del desierto, el enorme cielo en el que, durante el verano, no se aventura la más pequeña nube.

Y luego, un día, sin que nada lo anuncie, se abren los cielos tempestuosamente y el mar amenaza con
romper sus cadenas y durante meses no se ve sino el rostro ceñudo del invierno.
Y la comida: el dátil de los oasis, la aceituna de los olivares, la uva agridulce, el jugoso durazno. Y la fragancia de azahar con la que “huele todo este huerto a desposado” antes de que la rama del naranjo se incline bajo el peso del fruto.

Los abuelos evocaban este paisaje ante los nietos. Pero el que no ha visto, desde que nació y hasta su muerte, más que la estepa siberiana, o la callejuela sombría del ghetto; o el que se internó en la selva africana; o el que no ha respirado otra atmósfera más que la de la altura andina ¿qué puede entender de lo que se le cuenta?

Para el judío de la tercera, de la cuarta generación, Jerusalén es un símbolo: de la beatitud, de la recuperación del tesoro perdido que es el origen y del ámbito en el que es dable la continuidad. Si hay que dotarla de atributos físicos, esos atributos físicos se tomarán del alrededor. Para un nórdico, Jerusalén tendrá la nieve más blanca del mundo y la vida será una sucesión de veladas al amor de la lumbre, con todos los deudos reunidos y toda la familia congregada. Para un selvático Jerusalén es donde la exuberancia se excede a sí misma entregándose, con una loca prodigalidad, al hombre. Para un habitante de la cordillera, Jerusalén es la altura, la vecindad del cielo.

Pero no únicamente eso. Durante dos mil años los grupos en los que se aglutinó la Diáspora sufrieron importantes transformaciones intelectuales y de acuerdo con ellas contemplaron su pasado y decidieron su porvenir.

Hubo comunidades que continuaron practicando los ritos sin cambiar una jota a la letra de la Escritura. Pero la Escritura estaba hecha en una lengua que el pueblo había olvidado y que era el privilegio de unos cuantos que dedicaban su existencia entera a su estudio, que era la única vía abierta a su conversación. Sin embrago, un texto es siempre ambiguo y la ambigüedad se dividía en sectas en las que los doctos disputaban, sin tregua sobre la doctrina de un versículo y la práctica que de ella tenía que derivarse.

Otros se abrieron a las corrientes de pensamiento de los gentiles. Y cuando quisieron ingresar en las universidades tuvieron que poseer mucho más capacidad que sus rivales y el mundo moderno no podría comprender sin el conocimiento de las obras de Marx, de Freud, de Einstein.

Otros decidieron que, puesto que el cielo padece fuerza, habrá que tomarlo por asalto y bajar a Jerusalén al nivel humano y subir el nivel humano a Jerusalén y unirlos y mancomunarlos a los dos en un Estado.

El Estado es una realidad contra la que se estrella el sueño de todos. Para el religioso, es laxo en sus costumbres, poco cuidadoso en el cumplimiento de los preceptos, pagano. Para el laico, es demasiado
estricto en la observancia de rituales que no tienen ya razón de ser como las leyes dietarias o la forma de guardar el shabath.

Para los socialistas la iniciativa privada tiene una manga demasiado ancha. Para los capitalistas el poder de los sindicatos es excesivo. Todos se irritan. Algunos se van… y no se lo perdonan. Otros, avisados no vienen… y se avergüenzan.

Los que perseveran saben que es a costa del sacrificio de sus comodidades y del riesgo de sus vidas. Pero los hijos de los que permanecieron, los sabras, tienen lo que no tuvieron sus antepasados: raíces. Y para ellos Jerusalén es algo muy concreto y muy tangible: una cantera que se labra, una semilla que se siembra, un fusil que se carga. Y música para sostener la vigilancia. Que es incesante. Que es ardua. Pero que no es, no puede ser, inútil.

*Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925- Tel Aviv, 1974). Embajadora de México en Israel de 1971 a 1974. Becaria Rockefeller en el Centro Mexicano de Escritores (1954- 1955). Promotora cultural en el Instituto de Ciencias y Artes en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; directora de Teatro Guiñol en el Centro Coordinador Tzeltal-Tzotzil, en el Instituto Nacional Indigenista en San Cristóbal, Chiapas. Directora general de Información y Prensa de la Universidad Nacional Autónoma de México (1960-1966).Profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (1962-1971).

Obtuvo el Premio Chiapas 1958, por Balún Canán. En 1961 se le otorgó el Premio Xavier Villaurrutia por Ciudad real. En 1962 su libro Oficio de tinieblas obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. Además, fue merecedora al Premio Carlos Trouyet de Letras, 1967, y al Premio Elías Sourasky de Letras, 1972.

Su obra ha sido incluida en diversas antologías y traducida a varios idiomas. Este artículo fue publicado en Excelsior en julio de 1974.