CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL/REFORMA.COM

Y siendo un tanto frívolo, diré que acompañar a Simone Weil en sus viajes por Italia a fines de los años 30 del siglo XX, es divertido y conmovedor, huele a bien ganadas vacaciones de verano: la controversista revolucionaria, la entregada sindicalista, la migrañosa profesional hacía su Gran Tour y se dejaba acariciar por el sol, el paisaje, la arquitectura monástica, informando a sus padres y amigos de cómo una ciudad iba desplazando a otra en su admiración, feliz de citar a Stendhal en la Scala de Milán, impresionada por Giotto en Florencia como cualquier otro buen turista.

En ese estado de hipersensibilidad positiva se encontró con el catolicismo, previa escucha de los cantos gregorianos durante la semana santa en la abadía de Solesmes. Pero la historia la volvió a llamar. A los pactos de Münich que le ataron las manos a las democracias, los siguió la anexión alemana de Eslovaquia. Esas circunstancias le hicieron dar el paso que no se había atrevido a dar cuando le escribió a Georges Bernanos. Por odio a la guerra, Weil desearía la guerra.

Los dos primeros años de la guerra fueron, para Weil, los de una frenética actividad espiritual e intelectual. Refugiada en Marsella, entra en contacto con los medios católicos y conoce al padre Perrin, a quien dirigirá su autobiografía espiritual, al monje Vidal, a Gustave Thibion y con ellos protagoniza la comedia de un bautismo que no se produce. El abate de Naurois, en Londres su confidente que no llegó a confesor, dirá más tarde que ella no estaba lista para dar el paso: confundida por su inteligencia y su erudición, le faltaba humildad. Al abate lo desesperaba el capricho con que Weil mezclaba lo importante y lo secundario, subordinando la fe a una variedad infinita de consideraciones apriorísticas.

Pero haciendo las cuentas del agnóstico, debe decirse que Weil no se bautizó por un admirable prurito de honestidad intelectual: nada podía convencerla del todo y su viejo amor por el cristianismo no era suficiente como para privarla “así lo dijo” de su independencia intelectual, de su libérrima búsqueda religiosa.

Mientras reflexionaba por escrito sobre todo lo humano y lo divino (la frase hecha parecer haber sido escrita para ella) en esos Cuadernos que serán el último capítulo de su obra, Weil recorría el sur de Francia controlado por el gobierno colaboracionista de Vichy cuya policía la interrogó varias veces y ante la cual se mostró desafiante. Había entrado en contacto con la Resistencia y anhelaba, cargando con su ejemplar de la Ilíada y una muda de ropa, ser detenida. Y su habitual vehemencia la entusiasmó con el mundo de los cátaros, en cuya herejía encontró un eco de aquello que separaba al Antiguo del Nuevo Testamento.

Disfrutó también de las vendimias, probando el sabor a la vez salvífico y salutífero, del trabajo manual. Previa escala en Casablanca, donde escribió de una sentada una genial “demostración matemática” de la existencia de Dios (los Comentarios a los textos pitagóricos), ella y sus padres llegaron a Nueva York en julio de 1942. Simone nunca volvería a Francia.

Disfrutó, en plenitud, de ese último par de años en el continente pero el desvarío siguió adueñándose de ella. En el barco rumbo a Estados Unidos insistió en dormir en el suelo, enfurruñada por no viajar en cuarta clase y disfrutar de los privilegios acarreados por su condición de eterna hija de familia. Y sobre todo, la dominaba su deseo de regresar, vía Londres, para ser arrojada en paracaídas sobre la Francia ocupada y participar directamente de la guerra como quintacolumnista. Ese encaprichamiento, junto con su noble proyecto de organizar un cuerpo de enfermeras en el frente, la dominó hasta su muerte.

De esa época provienen también los más equívocos de sus textos sobre el judaísmo. Cuando le tocaba explicar por qué había abandonado Francia decía, a quien la quería escuchar, que había acompañando a sus padres “perseguidos por el antisemitismo”, como si ella no fuera también judía. Y es que ella no se consideraba hija de sus padres, sino de la Francia clásica, helenística y cristiana. En su acre y ambigua carta de 1941 al comisario de asuntos judíos del régimen de Vichy, se escandaliza, no sin ironía, de ser considerada administrativamente judía cuando lo ignora casi todo de esa tradición religiosa. Weil murió siendo “para usar el manual de heresiología” una marcionita, es decir, una cristiana que rechaza el Antiguo Testamento. Ese rechazo deforma todos sus escritos, en los cuales, con ignorancia y mala fe (porque en alguien como ella la ignorancia es mala fe), dice que los judíos, como Charles Maurras, sólo ven en la religión una forma de la gloria nacional y en los cuales, también, llega a decir que el Nuevo Testamento es obra exclusiva del genio griego. Siendo antijudía, según dice Florence de Lussy, una de las editoras de sus Oeuvres, Weil se negó a ser una segunda Spinoza, quedando como judía entre los cristianos y cristiana entre los judíos. O se resignó a ser, como el personaje de Adalbert von Chamisso, la mujer que perdió su sombra.

Su antijudaísmo estropea severamente su leyenda dorada y la humaniza trágicamente: preocupada por las víctimas del colonialismo, convertida en madrina de un anarquista español confinado en uno de los campos franceses de internamiento, filósofa del amor de Dios en sus últimos años, Weil no tuvo ojos ni oídos para el extremo sufrimiento de su propio pueblo. Lo ha dicho George Steiner, entre muchos, quien en Weil encuentra calor, pero no luz. Inclusive, trabajando para la jefatura de la Francia Libre en Londres, redactó un informe donde sugería el estímulo de los matrimonios mixtos para acabar de cristianizar a los judíos, según refiere Pétrement en su biografía.

El comentario no sólo es anacrónico sino escandaloso, proferido en los momentos en que la Solución Final alcanzaba su mayor intensidad, apogeo del que ella estaba bien informada. Simone, finalmente, le rogó a su hermano André, como cosa de vida o muerte, que bautizara a Sylvie, su hija recién nacida, para ahorrarle las tribulaciones religiosas de su tía.