MAY SAMRA

LÍBANO, OCTUBRE 1976, MIRIAM

Un día, vi fotos de un ghetto y de campos de concentración.

El maestro de historia de mi colegio judío ( Alliance Israelite Universelle, donde también mi madre fungía como profesora de francés) nos mostró una reseña pictórica del Holocausto nazi. Se suponía que ver a los muertos vivientes endurecería nuestro carácter. A mitad de la clase, pedí permiso de salir y fui al baño a vomitar mi desayuno. Recuerdo especialmente la foto de un niño esquelético, moribundo, tirado a media calle. Aún estaba con vida: tenía los ojos abiertos y la mirada perdida. La gente pasaba encima de su cuerpo con mucho cuidado de no tocarlo, y seguía con sus quehaceres. ¿Podría ser, me preguntaba, que la muerte se hiciera tan común, tan cotidiana, para simplemente formar parte del paisaje urbano? Me tranquilicé pensando: eso nunca me sucederá, aquí, en Líbano. Estoy en otro país, otro tiempo, otra dimensión. Otra suerte.

Líbano. Paraíso del vivir, el aire fresco de tus montañas fue el primero que inhalé, el que me dio vida y que siempre olerá a hogar. El calor de tus noches de verano cuando sopla el jamsín. Tus bosques de pino. El sabor de tu mar, el Mediterráneo. El orgullo del cedro milenario de tu bandera. Mi país, mi patria.

Aún así, Líbano era un país árabe. En 1948, el día que siguió el nacimiento del Estado de Israel, Líbano fue uno de los diez países que le declararon la guerra. Los libaneses judíos se transformaron en “incómodos”.¿ Cómo conciliar su nacionalidad con el hecho de que, en las mismas fronteras de su país , se estableciera una nación autodenominada “hogar judío nacional?” El nuevo estado parecía condenado a la destrucción. Sin embargo, ganó sorpresivamente en todos los frentes y se mostró como una opción válida para los judíos del mundo. En 1967, tras la Guerra de los Seis Días, vi trasladarse gran parte de mi comunidad a Israel. También partieron mis abuelos maternos. Pero papá, quien había llegado a Líbano como refugiado de Siria, decidió: no más éxodos.

Los judíos siguieron en Líbano, una paradoja viviente, unos invitados muy especiales. La posición del gobierno era clara: estamos en contra de los sionistas, no de los judíos. Pueden quedarse. Discreción: nada de ostentar símbolos religiosos, pues es una provocación. Recibí una sonora cachetada por salir a la calle con una cadena de la cual colgaba la estrella de David. Si te llamas “Israel”o “Abraham” o se te ocurre hablar en hebreo, no hay garantías: la protección del gobierno tiene límites. No te alejes del barrio judío, no te des a notar, no hagas olas. Una vez, un alto directivo de la comunidad desapareció y fue encontrado,una semana más tarde, descuartizado y encostalado: había sido acusado de espiar para Israel y entregado a la policía siria para ser “interrogado”. Pero la comunidad judía siguió viviendo con tranquilidad.

Cruza por encima del moribundo, haz como que no pasa nada.

Y luego, arribó la guerra civil. Mi mundo se derrumbaba. Esta vez, el argumento de papá para no empacar era el siguiente: esta guerra es entre cristianos y musulmanes. Si nos quedamos callados y aguantamos la trifulca, pasará como una pesadilla y podremos volver a nuestra bendita vida.

Y creí que el trato con el destino funcionaría. Y había funcionado. Hasta hoy.

Hoy, por primera vez en mis diez y siete años de vida, oí el grito: ”Muerte a los judíos” salir de una, de cien, de mil bocas, con un rencor y un odio reprimidos desde generaciones. Lo oí en boca de mi vecino, el abarrotero, al cual saludaba todas las mañanas, en boca de mis compañeros de la niñez con quienes jugaba en la calle; lo oí de boca de mis vecinos, de mis hermanos, de quienes conocí desde siempre

De pronto, ya no soy la conciudadana, la amiga, la “hija del país”, sino el judío, el enemigo, el culpable de todos los males, sobre el cual se puede descargar ira y dolor. Mi país se ha transformado en una trampa, mi barrio en un ghetto, mi casa en una ratonera.

Mis padres, mis hermanos y yo estamos sentados en el piso como unos deudos, apretados unos contra los otros, los rostros enrojecidos, los ojos cerrados, con el único recurso que queda: el rezo. ¿Cuánto tardarán los gritos amenazadores en llegar a mi puerta, derribarla y entrar?

Hace rato, le pregunté a papá:”¿Nos salvaremos?” Me miró largamente y me dijo la frase más aterradora de mis 14 años: “No sé”.

¿ Quién dará el primer golpe? ¿Qué horrores veré antes del final? Pienso en el cuchillo de cocina que aguarda en la oscuridad del cajón. ¿Cómo pesará frente a las metralletas? No sé lo que más me asusta, si las Kalashnikov y los revólveres, o los ojos de esos hombres vueltos bestias, ojos hambrientos de venganza y de sangre, ojos que ya no me reconocen y sólo ven en mí el judío, el judío eterno, el judío maldito. El pueblo elegido, a veces para la muerte.

Las botas de los soldados suenan en las escaleras. ¡Sálvanos. D-os! Haz el milagro. Nuestras bocas pronuncian la letanía que es la profesión de fe del judaísmo, la oración por excelencia: el Shemá Israel. Escucha Israel, D-os es nuestro D-os , D-os es uno. Bendito sea Su reinado, ahora y hasta la eternidad.

Ruego que llena la mente y aparta el miedo. Palabras mágicas que alejan las imágenes del Holocausto y el ruido de las botas. Canto sagrado que cubre todo bajo un velo opaco.¿Última oración?

De pronto ¡golpes en la puerta con cachas de metralletas!. Mi madre se levanta y, con valor, abre la puerta.

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