UN CUENTO DE MAY SAMRA

LÍBANO 1976, ANDRÉ

Son las cinco de la mañana y mis antepasados se han de estar revolviendo en su tumba. Estoy acostado en la obscuridad, boca abajo, como un ladrón. Cuatro horas tratando de transformarme en piedra, envuelto por el frío y las tinieblas: me duelen las piernas que no me atrevo a mover; mis dedos se han congelado alrededor del gatillo del rifle. 





¿Por qué no reconocerlo? Tengo miedo. Y como siempre a pesar de mis quince años, como siempre cuando me invade la angustia, el miedo, la tristeza o, como ahora, la mezcla de los tres -en ti pienso, madre.

Veo tu imagen, arrodillada delante del crucifijo de oro de tu recámara, rezando para que vuelva pronto a ti, algo improbable ahora.
 El niño obediente y sumiso de buenos modales, el de los cuadros de honor, el que citan como ejemplo… “¿Qué vas a ser de grande, André?” preguntaban los maestros. “¿Comerciante como su padre?” proponía mi padre. Pero tú ya lo tenías decidido: “André será médico, como su bisabuelo. Necesitamos un médico en la familia”. En tu mirada tierna, me veía yo corriendo al socorro de los enfermos, curando heridas, salvando vidas…


Madre, si supieras lo que estoy a punto de hacer… espero que nunca sepas y si lo sabes, me perdones.


Cuando me afilié al partido Kataeb, el partido cristiano que, desde siempre estuvo en el poder en Líbano, nunca me imaginé que las lecciones de tiro, las largas caminatas y los ejercicios militares me llevarían algún día a esta azotea. Pero tú no tienes la culpa; la culpa la tiene la guerra, simplemente la guerra, destrucción brutal de mi vida ordenada, mis sueños, ideales y convicciones.
La ciudad de Beirut, ciudad cosmopolita, una de las más bellas del mundo, se transformó en un cruento campo de batalla, debido a las ambiciones políticas de los líderes, disfrazadas de guerra santa. Así fue desmoronándose el país, como un rompecabezas: zona cristiana, zona musulmana, zona cristiana, zona musulmana, así hasta el infinito.

Tú quisiste que me fuera, me quisiste salvar. Me inscribiste en una de las mejores universidades de Inglaterra, compraste mis trajes, sin olvidar un “tuxedo” para las fiestas “que son tan elegantes”. Madre, como te hubieras sorprendido al ver que en estas fiestas visten harapos que avergonzarían a tus sirvientes. Los muchachos peinados a la “punk”, los hombres con grandes aretes, la droga circulando… ¡qué fiestas!
En una de tantas noches de juerga, cuando empezaron a pasar las primeras copas, mi compañero de cuarto, un inglés medio loco, se dio a la tarea de presentarme como “nuestro refugiado”.


Estaba por callarlo diciendo que no era ningún refugiado, que pagaba bastante cara mi estancia, que le haría palidecer de envidia el monto del saldo de mi cuenta de banco en Suiza, pero algo en mí empezó a decir: “Dentro de poco, todos los cristianos seremos refugiados adonde vayamos : vamos a perder nuestra patria. Y ¿por qué? Porque yo estoy en Inglaterra, mi primo en la Sorbona: no hay quien defienda nuestra causa. Nos están diezmando “

A pesar de que, en el mundo, el cristianismo es la religión mayoritaria, nadie moverá un dedo para ayudarnos: para nosotros, no habrá cruzada. Los cristianos en Líbano están acabados. Verás, madre, por eso volví, mientras tú me crees seguro en otra parte del mundo.


Traté de irte a ver. Desde el aeropuerto tomé un taxi que pasó a través de cuatro barricadas y me llevó a casa. Las calles estaban desiertas, la reja se hallaba entreabierta, el jardín descuidado. Y mi casa… mi hermosa casa, legado de nuestra familia de generación en generación, había sido bombardeada. Entré. En la sala, en medio de los sillones Luis XV y las mesas de chapa de oro por una parte del techo había caído. Un desorden indescriptible llenaba la planta baja. De pronto, un hombre de camiseta me apuntó con una metralleta y me dio la orden de salir. Le indiqué que ésta era mi casa; me respondió con una carcajada y me enterró el cañón en las costillas, empujándome, mientras que de la cocina salían unos niños sucios y harapientos y una mujer grasienta vestida …con tu bata azul.

¿Dónde están mis padres? gritaba ¿Qué les han hecho? A cachazos y empellones, me sacó de mi casa.

Caí en la maleza. La puerta se cerró, no sin antes la última amenaza: “Si vuelves, te mato”. Las lágrimas, saladas de ira, me cegaban.

Una anciana abrió su puerta y murmuró: “No temas. Tus padres huyeron”. La puerta se cerró y la mujer ya no respondió a mis golpes.

Empecé a deambular sin rumbo. De pronto, inició una balacera. Estaba cerca del cuartel general de mi antiguo partido. Entré. Me reconocieron, me escucharon y me dieron de comer. “No te preocupes, acabaremos con ellos”.

De pronto, apareció mi antiguo jefe: “Necesito un voluntario para cerrar una calle”. Lo interrogué con la mirada.
”Necesito un francotirador. Se trata de que la calle quede inutilizada para que todo tráfico se detenga y podamos iniciar un ataque. El voluntario tendría que esconderse en una azotea que le indicaré; a las 7:45 de la mañana, escogerá un blanco cualquiera y lo eliminará. A quien le interese, levante la mano”.
Yo pensaba: Un blanco cualquiera es una persona de carne y hueso. No voy a ser médico, pero tampoco voy a matar a alguien a sangre fría. Te lo juro, eso pensé, madre, pero de repente se volteó hacia mí y dijo: “Claro este no es un trabajo para niños falderos que no quieren arriesgarse y que mamá manda a Inglaterra para protegerlos”.
”Sentí la sangre subirme a la cabeza; automáticamente levanté la mano. De inmediato, supe que había cometido un error, pero …

tu nombre en su boca sonaba a sacrilegio.

Ya amaneció en Líbano, patria mía perdida. Las 7:30. Mi pierna está hormigueando y el jefe seguramente se está carcajeando.
La calle silenciosa se empieza a llenar. Pasa un hombre que parece mi maestro de filosofía “¿Cuál es la diferencia entre el ser y no ser, André?” “Simplemente una bala, maestro”. Lo sigue una señora cargando bultos: ¿no será ella mi víctima? Apresura el paso: en la calle hay un cuerpo tirado, probablemente un muerto. Tras de ella, un joven alto. Tampoco éste porque se parece demasiado a mi hermano, y no vaya a ser la de malas; se han oído demasiadas historias de francotiradores que han matado a parientes. Allí va una muchacha de bonitas piernas: demasiado joven y guapa para morir.

André, no te distraigas, hay una misión que cumplir.


Se acerca alguien al cuerpo tirado, es un señor barbudo que está gritando. Parece que está tratando de levantar el cuerpo, el pobre anciano no puede, llama a alguien.
 Llega un hombre con uniforme ¡es el enemigo! Contra éste puedo disparar con toda confianza.

Apunta con cuidado André, sabes que aquí no hay dos oportunidades; después del disparo, comienza el infierno para ti.
Apunto y disparo: el cuerpo cae encima del que estaba tirado. ¡Bravo, André, eres todo un héroe! Mi padre quería que yo fuera comerciante. Mi madre quería un médico.
”André, ¿qué vas a ser de grande?”

¡
Un asesino!

Continuará…


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