ENRIQUE RIVERA

El 17 de enero de enero del 2012 se cumplieron 21 años de que se iniciara la Guerra del Golfo Pérsico, al siguiente día de que la Fuerza Multinacional, liderada por Estados Unidos y por Gran Bretaña, bañará con bombas Bagdad y otras ciudades, parecía conjugado el peligro de una sangrienta guerra causada por los reclamos iraquíes sobre Kuwait, país al cual invadió unos meses antes.

Iraq, en ese momento bajo el régimen dictatorial de Sadam Hussein, lanzó una amenaza en la cual incluía a Iraq y a Israel: país que no participaría ni participó en el ataque contra Bagdad. En una extraño arreglo, por lo menos para mí, Israel debería de soportar, en caso de haber (y lo hubo) un ataque en contra de su territorio. A cambio de ello, la Fuerza Multinacional, encabezada por Estados Unidos y Gran Bretaña, se encargaría de Irak.

Israel aceptó, bajo una condición: si el ataque era con misiles squad contuvieran cargas explosivas convencionales, Israel no reaccionaría, pero si el misil viniese con cabeza química, entonces Israel “pegaría doble”, expresó un alto funcionario del gobierno.

El día que comenzó el ataque sobre Bagdad, debo confesarlo, entre las imágenes que veíamos en la televisión y las pítot con jumus, Santiago, Dalia y yo, no captábamos la dimensión de la situación. Al otro día las fotos en los diarios israelíes daban cuenta del tamaño de la destrucción y de la cantidad de misiles que llovieron sobre la capital de Irak.

Salimos a comprar víveres, aunque realmente no los necesitábamos de urgencia y es que Shai (olvidé su apellido), el vocero de Tzahal había indicado que si no había necesidad de salir a la calle, era mejor permanecer en casa. Las calles estaban desiertas y pocos comercios cerrados.

Todo parecía innecesario: las ventanas con plásticos y papel, las máscaras, la atropina (la cual fue rápidamente consumida en las cárceles, donde los adictos se la inyectaron rápidamente). No recuerdo la hora, pero en la noche, el ulular de las sirenas nos levantó de la cama. Corrimos a nuestro ”Jeder Atum”, es decir cuarto sellado. Yo traía un suerte y un dubón, y me sentía como si estuviese en traje de baño, mojado y sentado en un bloque de hielo. Tiritaba de frío o … miedo. No sé, pero días después cuando los líderes del mundo refrendaban su mensaje de paz (a costa de Israel), pidiendo que no reaccionara, me enfurecía: los que poníamos el cuello éramos nosotros, a quienes nos podía caer el misil con un rango de error de 3 km a 300 metros era a nosotros. Los primeros días que Iraq atacó, sonaba la alarma señalando que estábamos bajo ataque, después de que había caído el misil. Posteriormente, la alarma sonaba al ir subiendo hacia la estratosfera el misil. Es decir, uno tenía tres minutos para revisar su vida y pedir un “descuento” por todas las transgresiones al Señor del Mundo.

Pero, con todo, no podía dejar de mirar programas como: “Siva le Mesiva” (razón para la fiesta). Ahí vi la capacidad del Pueblo Judío para reírnos de nuestras desgracias: “¿Por qué todas las noches dejamos hot dogs abiertos a la intemperie? Para ver si le cae gas mostaza.”

Lo que me sorprendió aún más, fue la falta de cuestionamiento de Israel para entregar a todos sus habitantes, incluyendo en aquel entonces a los pobladores de los llamados “territorios ocupados”.

Mismos que recibieron las máscaras y que cada vez que caía un misil en Israel, salían a celebrar a sus tejados con las máscaras antigas que Israel les había proporcionado.

En cambio, en la rica Arabia Saudita quien quería una máscara debía de comprarla en $33.00 USD.

Por fin en Purim de ese año salimos a la calle a celebrar la derrota de un malvado “Aman” que, como otros, quiso destruirnos. Quisiera tener la convicción de decir “y fue el último”, pero por lo menos lo pienso en voz en alta.