PETER KATZ EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO*

Escogí como tema este artículo, porque corresponde al periodo en el que llegué a la Capital. El 2 de Abril de 1946. La ciudad tenía dos millones y medio de habitantes. Ya era una capital importante.

Me familiaricé primero con el Centro, porque en este rumbo vivían mis amigos iniciales.

Para ir de la casa de mis tíos, en las Lomas de Chapultepec a la Catedral, tomaba un camión de primera clase en la esquina de Paseo de las Palmas y Monte Ararat, que por la tarifa de 0.25 centavos, (el camión que no era de primera costaba 0.10 centavos), me dejaba en el Zócalo a un costado de la Catedral.

Mis amigos dormían y trabajaban en viviendas de vecindad en las calles de Correo Mayor, del Carmen y Corregidora. Uno de ellos, Isaac Kellerstein que posteriormente se convirtió en mi mejor amigo, hasta que falleció, tenía un taller de confección de pantaletas, en el comedor de lo que era un apartamento de la época.

Él cortaba con una cizalla eléctrica las varias partes de la prenda y tenía a su servicio dos trabajadoras que luego las cosían. El producto terminado se empacaba en cajas de cartón por docena.

Los amigos, todos sobrevivientes, recién inmigrados, éramos cinco, nos juntábamos en casa de Kellerstein, para ir a cenar en la “Copa de Leche”, una cafetería que estaba en la Avenida San Juán de Letrán. A veces lo alterábamos por “El Moro”, el lugar tradicional de churros y chocolate caliente. Por cierto, siempre íbamos y regresábamos a pie por las calles de 16 de Septiembre o bien de Madero. Era un paseo que se hacía en diez minutos.

Los domingos a medio día íbamos a comer al Restaurante de la Sinagoga, en la calle de Justo Sierra, que era Kosher y contaba con un Mashgiaj. Por quince pesos, te ofrecían más de lo que podías comer.

Cuando teníamos dinero, íbamos a la Plaza Garibaldi, a que nos tocara melodías un mariachi.
En esta época también asistíamos a representaciones de Vodevil, bastante atrevidos, en los teatros como el Blanquita y el de las Vizcaínas. Esos lugares siempre estaban llenos de publico y había que pagar un sobre precio para poder entrar y luego darle una propina a la señorita para que nos localizara dos o mas asientos. El público era parte del espectáculo, ya que contribuía gritando y vociferando su aprobación o disgusto, de lo que se estaba representando.

Desde luego también íbamos al cine, de los que había varias salas en el Centro.

En las noches, ya en horas avanzadas, me llamaba la atención ver cómo, pareciendo estatuas, personas indígenas, envueltas en jorongos de lana, para protegerse del frío, dormían en los zaguanes de los edificios, de las calles principales. Cuando llovía se tapaban además con una hoja de material plástico.

La pobreza extrema en México, era digna, es decir no indignaba, no escandalizaba. Los transeúntes, que no eran muchos a estas horas de la noche, estaban acostumbrados al espectáculo que ofrecían estos indigentes.

Durante la estación de las lluvias, que duraban varios meses, me llamó la atención cómo Tamemes, palabra que proviene del náhuatl y que significa cargador, cargaban a lomo a las personas que les pagaban por este servicio, para atravesar una calle que estaba completamente inundada, de una banqueta a la otra.

Me impresionaban las mujeres indígenas, cubiertas de sarapes de varios colores, acurrucadas en las banquetas de la ciudad, ofreciendo toda clase de mercancías. Un lugar tranquilo para descansar era la Alameda Central en la Avenida Juárez. Otro, de más categoría, para cenar también era Sanborns de la Casa de los Azulejos, en Madero y San Juán. En las noches también se podía visitar las iglesias de San Francisco y la de la Profesa en Madero e Isabel la Católica, siempre abiertas al público.

Iba yo al centro por lo menos dos veces a la semana para encontrar a mis nuevos amigos, con los que tenía algo en común.

Llegué a México sin papeles, solamente con mi FM2 (Forma Migratoria), que me fue entregada por el Embajador de México en París, ya que no había embajada en Bruselas. En 1946 el Embajador de México en París despachaba en el Hotel Claridge, después de un plazo perentorio de ocho días, me entregaron la visa, necesaria para inmigrar a México.

El Colegio Israelita de México, al que acudí apenas llegado, me ofreció un Diploma de Primaria si aprobaba un examen, después de seis meses de estudio. Cursé los seis meses y el Colegio cumplió su promesa. ¡Yo estaba feliz! Así pude entrar en Enero de 1947 al Instituto Politécnico Nacional, en el que estudié la carrera de Ingeniería Electro-Mecánica, graduándome en la ESIME.

Mas adelante, escribiré algo más sobre las experiencias de un muchacho de 16 años en México, país mágico y acogedor.

*Presidente de la Asociación de Sobrevivientes del Holocausto