Para Sara Rafoul y Mario Nudelstejer, que ya no están.

SHULAMIT BEIGEL

El Distrito Federal de los años cincuentas y sesentas, en el cual crecimos los de la Tarbut, era una de las ciudades más alegres de México. Por lo menos así lo recuerdo yo. Tenía en su aspecto, y en la conducta de sus habitantes, esa alegría de los que alcanzan el éxito demasiado pronto. Y para mis compañeros de entonces y para mí, la vida era una empresa fácil.

La ciudad era pequeña o así la veíamos. Estaba el bosque de Chapultepec, árboles centenarios y pájaros que discutían al amanecer, y al que una vez nos atrevimos a ir de pinta Esther, Caty, Perla y yo. También estaba el Popocatépetl y el Ixtla, la Mujer Dormida, y arriba, ese cielo de entonces de la ciudad, donde después se extraviaron las estrellas. Pero sobre todo estaba Lago Merú 55, la calle de la Tárbut, donde nos encontrábamos cada día. Era todo cuanto podíamos ver. Pero nos era más que suficiente.

Mis compañeros y yo en aquellos años nos sentíamos capaces de cualquier tarea, o de la más inverosímil hazaña, como quemar el auditorio, o tirarle harina en la cara al director Shajor. Porque nuestra juventud y un trasfondo de compañerismo, nos daba esa confianza.

La Tárbut fue el centro que forjó con estudios y amistad el temple de sus alumnos. Teníamos tanta seguridad en nosotros mismos, sin que el miedo al futuro inhibiera nuestros impulsos. Todos participábamos en esa ruleta de goces que daba vueltas incesantes en la vida de la Tárbut de esos años. Desde los hijos de los ricos y hasta los pobres, nos encontrábamos unidos en ese frenesí de estudio y diversión. Eso fue la Tárbut, mitad estudio y seriedad, y mitad risas y travesuras y chistes, unidos en una relación donde Teodor Hertzel y Cantinflas se encontraban a diario en nuestro salón de clases.

Los años de nuestra infancia que juntos pasamos, desde la primaria y hasta finalizar la secundaria, fueron un almanaque de fiestas judías y mexicanas, y de preparativos para ambas. En enero, después de Reyes, volvíamos a clases después de haber pasado nuestras vacaciones en Cuernavaca o Acapulco. En febrero era Purim. Ni la Semana Santa ni Pesaj interrumpían con sus lamentos y el seder los recuerdos de los disfraces y los premios. Y nuevamente llegaba diciembre, con las posadas y las vacaciones.
Pero no todo era alegría en el México de nuestra época. Ya desde entonces habitaba la ciudad el fantasma del miedo.

Desde niños, la estampa del susto cada tanto agujereaba nuestra tranquilidad. Hacía sus apariciones con fulgor relampagueante, como si quisiese dejar una advertencia, y se esfumaba luego. El miedo se manifestaba en aquella manera que tenían los adultos de comunicarse, casi hablándose al oído. Ciertas noticias que debían ser comprometedoras y que no las contaban a los pequeños. O los rumores que se transmitían con precaución en sus miradas. Los niños no podíamos entender aquellas actitudes, pero presentíamos que existía en el mundo algo prohibido, el misterio de los adultos, la negativa de abordar ciertos temas que eran cancelados cuando aparecíamos.

En esa ciudad de contrastes, alegre sin dejar de asustarse de vez en cuando, y en ese Colegio Hebreo Tárbut, crecimos. Me atrevo a decir que mis compañeros de esa generación hemos conservado toda la vida las huellas que nos dejaron aquellos años en los cuales fuimos descubriendo al mundo. Pero también, nosotros, hijos de aquella época, llevamos una marca de contradicciones a la cual no escapamos. Somos modernos y antiguos. Somos mexicanos, norteamericanos, israelíes y judíos. Somos de derecha y de izquierda. Comerciantes e intelectuales. Internacionalistas pero también tradicionalistas. Nos gusta la música clásica pero nos encantan las rancheras. Y tenemos una visión folclórica de un México que ya no es el mismo. Tal vez todo ello sea signo de una armoniosa y segura personalidad que mucho le debemos a aquellos años transcurridos en la Tarbut.

No quiero terminar estas palabras sin referirme a los padres de mis compañeros, a quienes conocí en mi infancia y adolescencia. El papá de Eibi Jinich, Z”l, la mamá de Elías Mékler, el papá de Isaac Lockier, de Mario Nudelstejer, la mamá de Perla Tabachnik, de Rebeca Zimerman, el abuelo de Roberto Constantiner, los padres de Miriam Silberblat, de Michel Rubisnstein, de Simón Alperstein, de Caty Stern, y perdónenme si me he olvidado de algunos, todos ellos autodidactas, al igual que mis padres, Yosef y Yetty Beigel, pues nacieron en una época sin posibilidades de estudio, y sin embargo llegaron a atesorar una cultura muy sólida en aquella época en que les tocó vivir. Dominaban la política internacional con una exactitud increíble. Los problemas del momento les eran tan familiares que los abordaban muy bien frente a sus conocidos. Todos esos padres a los que recuerdo, fecundaron con sus frutos a estos hijos, mis compañeros de la Tarbut, que esta semana se reúnen después de una larga separación, de años, y que para mí siempre serán mis amigos del alma, adultos, hoy abuelos, a quienes la vida premió con la riqueza física y espiritual a quienes tuvieron coraje y ambición.

Les envío un cariñoso abrazo, Shula.