ESTHER SHABOT

A un año de su inicio, los resultados visibles de la llamada Primavera Árabe son claramente favorables a las corrientes islamistas que anidan en cada una de las naciones afectadas. En Túnez y Egipto los Hermanos Musulmanes y los salafistas con agenda religiosa más radical aún, han conseguido colocarse mediante el voto popular como las fuerzas parlamentarias dominantes, mientras que en Libia y Yemen es cada vez más evidente que las cosas apuntan a un resultado similar. Por su parte, naciones como Marruecos y Kuwait, donde las monarquías siguen en pie, se han registrado cambios significativos: bajo presión popular, tanto el rey de Marruecos como el Emir kuwaití han tenido que resignarse a una nueva presencia masiva de fuerzas islamistas en los circuitos parlamentarios.

El caso de Kuwait es ciertamente interesante porque se trata de una pequeña nación en la que la pobreza y las agudas carencias y problemas que caracterizan a otros países árabes no existen, sino todo lo contrario. Los habitantes de Kuwait, comparativamente, viven en la abundancia derivada de su extraordinaria riqueza petrolera y sin embargo el 2 de febrero pasado se celebraron elecciones ahí como resultado de la decisión del Emir de disolver el parlamento después de numerosas protestas populares contra la gestión del primer ministro a quien se acusaba de altos grados de corrupción. El resultado fue que de las 50 bancas que forman su parlamento, 34 quedaron en poder de los islamistas cuya plataforma básica consiste en una presencia mayor de la ley islámica en la gestión de la vida nacional.

Tales triunfos de los islamistas en los mencionados países árabes se explican a partir de que son estas fuerzas las mejor organizadas y con mayor historial de oposición a los regímenes dominantes durante décadas. Gracias a esta trayectoria han sido capaces de ganarse la confianza de las masas quienes al parecer consideran que los valores islámicos de modestia, misericordia, honestidad y justicia prevalecerán como los ejes de las nuevas gestiones que se impongan. Equivocada o no en sus expectativas esta es la percepción popular dominante y en ese sentido el resto del mundo que observa estos desarrollos y que desconfía profundamente de los islamistas no puede hacer gran cosa por alterar esta innegable realidad. Es un hecho que las viejas autocracias están cayendo bajo la presión de las propias masas descontentas, mismas que están dando entrada a liderazgos de corte islamista que si bien no son confiables para Occidente, son a fin de cuentas quienes están siendo elegidos por los pueblos que derrocaron a los añejos dictadores.

Ante la inevitabilidad de estos escenarios en los que al parecer los islamistas llegaron para quedarse, la incógnita que aparece naturalmente es la de si estas fuerzas se verán obligadas a una transformación pragmática que lime sus aristas más radicales para así poder manejar con eficiencia tanto la vida económica y política local como las relaciones con el resto del mundo con el que inevitablemente necesitan interactuar, o si por el contrario se sumirán en un aislamiento internacional creciente y en prácticas dictatoriales renovadas que agudicen los problemas y carencias de sus ciudadanos en aras de la fidelidad a un radicalismo religioso y fanatizado, incapaz de flexibilizarse lo suficiente como para promover un desarrollo social tangible. En síntesis, podría decirse que hoy por hoy los modelos alternativos de gestión islamista que se presentan ante los nuevos regímenes que se están formando en las naciones protagonistas de la llamada Primavera Árabe provienen de dos países no árabes pero sí musulmanes cuyos gobiernos se asumen como islamistas: Turquía e Irán. El primero encarna un modelo que ciertamente ofrece salidas y cuenta con elementos reales como para prometer un progreso nacional sustantivo, no así el segundo.