SALOMÓN LEWY PARA ENLACE JUDÍO

La Historia ha demostrado una y otra vez que el Pueblo Judío ha contribuido al desarrollo de la Humanidad en prácticamente todos los campos del saber.

Científicos, intelectuales, artistas judíos, en toda la gama de actividades del ser humano, a lo largo de los tiempos, han dejado – y seguramente continuarán dejando – huellas indelebles de contribuciones positivas, útiles y fundamentales en la vida de todo el mundo.

¿Literatos? Miles de ellos. Disímbolos muchos, extraños otros, pero diversos hasta tocar el infinito. Uno en particular es pieza clave en el Partenón de autores para este escribidor. Un tipo raro, atormentado, dubitativo, inestable, cuya única cualidad – como si necesitara otra – era la genialidad. En su obra nos asomamos a un irregular precipicio de incertidumbre, pleno de parábolas y contrasentidos.

Franz Kafka nació en la Praga del Imperio Austro-Húngaro en 1883, hijo de Herman Kafka – comerciante judío, de condición económica modesta, pero de carácter fuerte y autoritario – y Julie Löwy (nada que ver con el escribidor) – burguesa judío-alemana, hija de un rico fabricante de cerveza – educada y refinada según su origen, de modales suaves, tranquilos.

Ya conocemos la férrea disciplina “yeque”, misma que el padre impuso al jovencito Franz desde temprana edad. De hecho, su nombre le fue puesto en honor al emperador Franz Joseph I. El matrimonio tuvo seis hijos, siendo Franz el mayor. Dos varoncitos murieron en su primera infancia. Después los Kafka tuvieron tres niñas: Gabriele, Valerie y Ottilia.

Desde jovencito y a pesar de su físico débil y enfermizo, Franz se abocó al estudio de los gigantes Goethe, Dickens, Flaubert y Cervantes, gracias a su dominio del checo, el alemán y, por supuesto, el francés, idioma de intelectuales refinados de fines del siglo XIX.

La vida judaica de Franz Kafka no fue nada para contar; se sabe que sólo cumplió con su Bar-Mitzva y que su padre casi lo obligaba a acudir a la sinagoga en las Fiestas.

Comenzó a escribir en la Secundaria, pero su auto-crítica era feroz, al grado que destruía sus trabajos. Al terminar ese ciclo, se inscribió en la Freie Schule – Escuela Libre – donde descubrió a otros genios: Häckel, Darwin y Nietsche, de quienes adoptó el anticlericalismo y el socialismo. Como la mayoría de los padres “yeques”, Herman exigía a Franz que estudiara una carrera, por lo que pasó por Química, Historia del Arte y Filología alemana, y por último, Leyes. Sólo en esta última logró graduarse, gracias a la tutela del Profesor Alfred Weber, pero fundamentalmente por la huella que la Sociología dejó en sus estudios, al grado que su tesis de Doctorado versó sobre esta materia.
Al término de su carrera consiguió empleos modestos que sólo le permitían sobrevivir modestamente pero que le daban tiempo para dedicarse a su pasión: la escritura.

Ya en 1912, escribió su primera – y yo digo impactante – obra, Das Urteil (El Proceso). En ella se refleja el alma atormentada del autor y su desesperación de reconocimiento. Nada es claro: la acusación, los argumentos, el desarrollo y la sentencia dejan al lector con una sensación de cierta culpabilidad irracional.
Su débil físico y sus dudas existenciales, hacen que Kafka vierta en esta obra lo que hoy llamaríamos inseguridad paranoica.

La “intelectualidad” europea comenzó a reconocer a Franz a partir de una colección de sus escritos titulados Betrachtung (Contemplación) de 1912.

Al año siguiente, luego de “Consideración”, escribió “Metamorfosis”, otro resumen de sus pesadillas, dudas, inseguridades. Desconcertante. El lector se pregunta: ¿Dónde quedó su identidad, si alguna vez la hubo?

Una muestra más de su angustiante personalidad la refleja en “Un Médico Rural”, terminada el 1919, en medio del sufrimiento de su tuberculosis rampante, sólo atendido por su hermana Ottilia.

Sus tormentosas relaciones con diversas mujeres, de las cuales sólo con una de ellas nació un hijo, así mismo reflejan la inestabilidad emocional de Kafka y la sombra de la autoridad paterna. La dura presencia de Herman en su vida, desembocó en Brief an der Vater (Carta al Padre), obra en la cual lanza una diatriba terrible por todos los años de autoritarismo extremo sufrido.

Mas el judaísmo de Franz Kafka habría de aflorar luego de conocer a Dora Diamant, una joven de familia ortodoxa judía, mientras Franz, a orillas del Báltico, escribía y planeaba un viaje a la entonces Palestina en 1923.
Dora se convirtió en la guardiana y conservadora de sus escritos, los cuales Kafka no tenía interés que se hiciesen públicos.

La tuberculosis continuó mermando su débil físico, lo que obligó a internarse en el sanatorio de Kierling, cerca de Klosterneuburg, Austria, donde falleció en junio de 1924 a los cuarenta años de edad. Fue sepultado en el cementerio de Zizkov en Praga.

La mayor parte de su obra se perdió porque Franz la destruyó, mas su amigo Max Brod y Dora Diamant lograron rescatar una parte importante para beneficio de la Literatura Universal.
Durante la Segunda Guerra, sus tres hermanas, al ser invadida Checoslovaquia por la Bestia, fueron llevadas al Ghetto de Lodz, luego a Theresienstadt y finalmente perecieron en Auschwitz.

El escribidor se pregunta cómo Franz Kafka, el inestable, difícil, irregular e incontrolable, puede representar lo mejor de los escritores judíos de la Historia.

Hay respuestas diversas. Sumergiéndonos en el inmenso océano de autores cuyo legado es abrumadoramente rico, no encontramos uno que haya logrado escribir desde las profundidades de la desesperación y la búsqueda de identidad propia.

Los grandes escritores griegos de la Tragedia narran la desgracia de otros, sus personajes, mas Kafka parece haber escogido un camino cuasi-autobiográfico.

El escribidor toma la obra pictórica de Marc Chagall y, en su desconcierto procura encontrar la semejanza de estilo con Kafka. Impactos imprecisos, indefinidos, pero de profundo mensaje. ¿Sería Kafka una premonición de lo que el Pueblo llegó a encontrar al paso de los años y la desconcertante lucha que desembocó en la creación de un Estado?
Kafkiano ¿verdad?