LEON OPALIN PARA ENLACE JUDÍO

Camino a la Patria

En 1958, en mi paso por Nueva York rumbo a Israel, fui con mi madre al teatro Radio City, fue una grata velada la revista musical que vimos. También, estuvimos en un cine para disfrutar de la inolvidable película de moda de Cantinflas: La Vuelta al Mundo en 80 Días.

En pleno invierno, en el mes de febrero, abordé el barco israelí de 25 mil toneladas, Zion, con otros jóvenes que íbamos al Majon y un grupo adicional de mexicanos, también jóvenes, que iban de Hajshará. En aquel entonces la gente que participaba en la Hajashará no tenia buena reputación en Israel, en donde les hacían la broma de ¿a quien mataste? o ¿cuál fue la estafa que realizaste?

El barco zarpó al inicio de la noche y se deslizaba por la aguas del mar en Nueva York, rompiendo gruesos bloques de hielo. El trayecto de Nueva York a Nápoles fue de 11 días y de ahí a Israel otros tres.

La convivencia con otros jóvenes en el barco propició que el trayecto hasta Israel no pareciera largo. Tuvimos una anécdota sorprendente en el viaje: el grupo de mexicanos, alrededor de 15 personas, llevamos acabo una pequeña ceremonia arrojando una botella al mar con un mensaje dentro en el que agradecíamos a la tripulación que nos llevara a la tierra de nuestros antepasados. Agregamos en la misiva que si alguien encontraba la botella, se pusiera en contacto con nosotros en la dirección del Majón en Israel. La fantasía se hizo realidad; a los pocos meses de nuestra estancia en Israel, recibimos una carta procedente de Grecia, de un pescador que rescató la botella del mar. Él pensó que el mensaje era importante para quien los suscribió y quizá esperaba una recompensa.

Mi estancia en Israel, por un poco más de un año, fue de vivencias muy intensas y rica en experiencias. Cuando el barco atracó en Haifa nos esperaba personal de la Agencia Judía; al salir de las instalaciones aduanales del puerto, subimos a un taxi-limosina, que justo en el momento de abandonarla estuvo a punto de chocar violentamente con otro vehículo. Para nuestro asombro, se bajaron los conductores y se empezaron a insultar a gritos y pensamos que iban a sacar armas o a golpearse; sólo se maldijeron mutuamente, y una vez que cedió su ira, se volvieron a subir a sus automóviles como si no hubiera pasado ningún incidente. Fue la primera gran lección de cómo sucedía la vida en Israel.

Pasé seis meses en Jerusalén, en aquel entonces dividido; la ciudad vieja la atisbábamos con melancolía desde la ciudad nueva. Los cursos que tomamos en el Majón en Jerusalén fueron muy formativos; versaron sobre la historia y tradiciones del judaísmo, instituciones de Israel, literatura y actividades artísticas.

Yo experimenté con la flauta, empero, siempre desafinaba; por suerte no me corrieron de las clases de música.

Realizamos varios viajes por todo el país.

La convivencia entre los participantes de diversos países atizó las discusiones ideológicas. Éramos jóvenes adoctrinados en marcos estrechos, sin embargo, nunca hubo el mínimo rasgo de violencia. Fue evidente que las enseñanzas de la Tnuá no coincidían con la cruda realidad que existía en Israel en esa época; así que empecé a sentirme desilusionado porque en Israel, y en el Kibutz en particular, existían marcadas desigualdades sociales.

Asimismo, extrañaba a mi familia, a mi país y a la comida mexicana. Hoy día considero que esta desilusión fue simplemente falta de madurez, como la que podría haber experimentado cualquier joven de 17 años “apapachado” en su hogar y de repente enfrenta un entorno en el que tiene que tomar decisiones propias.

Una segunda parte del Programa para Madrijim fue la estancia por cinco meses en el Kibutz; tres meses estuve con mis compañeros de Ijud en el Kibutz Dobarat, situado en el Norte de Israel, frente al Monte Tabor, cercano a la ciudad de Affula. La mayoría de los miembros eran de origen alemán; en este ámbito, todas las actividades en el kibutz eran llevadas acabo con mucho orden y disciplina. El trabajo era muy duro, tanto en el campo, como en los gallineros y establos, incluso en la cocina y en el comedor, principalmente.

Las cabañas que nos destinaron para alojarnos, eran deplorables; nos tardamos varios días en limpiarlas para hacerlas habitables. Esta fue mi primera queja con el kibutz, en virtud de que las viviendas de los residentes eran de lujo al lado de las nuestras. A cada joven del Majón nos asignaron una familia del kibutz que “nos adoptó”, convivíamos con nuestros padres adoptivos varias veces a la semana; tomábamos con ellos café, galletas o pan con mantequilla y mermelada. Mis padres adoptivos eran personas muy agradables; no habían tenido hijos y se encariñaron conmigo, me trataron muy bien. Los otros dos meses estuve en el Kibutz Oraner, en las puertas del desierto de Negev.

El kibutz era nuevo con instalaciones confortables; predominaban residentes de Latinoamérica e israelís. Compartí una vivienda con dos israelíes que me trataron de manera excelente, lo cual fue muy raro, porque en esos tiempos los Sabras “despreciaban a todo lo que representará el Galut “ (diáspora). Con el transcurso de los años el kibutz recibió a la Aliá de judíos mexicanos.

En contraste con Dobarat , Oraner no era ordenado, pienso que por la influencia de los javerim latinos. La vida colectiva que yo viví en los kibutzim ya no existe en el presente. No obstante, quienes ahora viven en los kibutzim tienen un elevado nivel de vida. En este sentido, en un segundo a viaje a Israel en 1978, concurrí al Museo de la Diáspora, en el que presentaban como referencia histórica la forma de vida que yo experimenté en el kibutz. El kibutz fue una institución vital en el desarrollo de Israel; sin embargo, en la época que yo estuve en él, la vida social era muy restringida. De alguna manera lo percibí como una “gran vecindad”: muchos chismes y limitada vida privada para la gente.