Artículo de abril 2012

“60 Voces por Israel” editorial Keren Kayemet Leisrael en México.

ALEJANDRO ZENKER

Cuando conocí a Marion en una reunión a la que me llevó mi hermano en Colonia, Alemania, nunca pensé que Israel se convertiría en parte de mi vida. Tenía yo escasos dieciocho años y acababa de llegar a Alemania un año antes. Nací en México en 1955 y me tocó vivir el movimiento estudiantil del 68. Mi padre, un gentil nacido en Alemania en 1898, fue pionero del movimiento comunista. En su adolescencia se incorporó como voluntario al ejército alemán en la primera Guerra Mundial y llegó a ser cañonero. Su brillante carrera carcelaria comenzó cuando llegó a sus manos el Manifiesto Comunista y decidió leérselo en voz alta a la tropa bajo su mando. Desde ese momento hasta que logró escapar en 1942 de las persecuciones y múltiples condenas a muerte, pasó su vida conspirando. Durante sus escaramuzas, que lo tuvieron una y otra vez al borde de la muerte, soñaba con llegar a Paris y tomar plácidamente una copa de Châteauneuf-du-Pape disfrutando del bullicio de Montmartre. Salió en un barco, uno de los últimos con refugiados, perseguidos, rumbo a México. Había conseguido visa para ir a Colombia, pero el destino le impidió semejante desacierto. Así llegó a Veracruz, donde habiendo pisado apenas tierra azteca le robaron su única maleta. Se quedó con un saco y pocas pertenencias. La guerra lo marcó. Jamás, hasta su muerte, atesoró más de lo que podía caber en un pequeño maletín. Ropa y un libro, fundamentalmente. Todo lo demás, me decía una y otra vez, es prescindible.

Él no era judío, pero su compañera sentimental en Europa lo fue. Se llamaba Ruth. Así las cosas, uno y otro tuvieron que pasar años de su vida huyendo. Ella por su origen, él por sus ideas. Ruth estaba enferma de tuberculosis. La precaria vida, que los judíos libres aún podían tener, la puso al borde de la muerte. Con ayuda de amigos y familiares logró finalmente huir a Inglaterra, donde pasó el resto de sus días. Impedidos de verse, su vínculo a partir de entonces fue netamente epistolar. Cuando mi padre se estableció en México siguió intercambiando con ella largas cartas en las que compartían sus vidas, sus experiencias, sus temores, su rabia y sí, también su amor. Las cartas volvían a los sobres y llenaron pequeñas cajas. Cuando mi padre y mi madre, una norteamericana que había venido a México acompañando a un fotógrafo austriaco aristócrata, decidieron vivir juntos, las cartas de Ruth siguieron llegando. Fue mi madre quien se encargó de almacenarlas una vez leídas por él. Eran históricas. Pero la historia, que burla la memoria, quiso borrar los rastros. Un día, años después de que mi padre falleciera víctima del cáncer, mi madre me llamó y puso sobre mis brazos varias cajas llenas de cartas y tarjetas postales. “Es el intercambio epistolar de tu padre y Ruth, su compañera de vida durante la guerra”, me dijo, dándome a entender que deseaba que revisara el material y lo usara para un futuro libro. Esa tarde fui a visitar a mi amigo Tomás, un judío argentino que vivía al sur de la ciudad de México. Tan sólo fui a darle un fugaz saludo, acompañado de una copa de vino, un Châteauneuf-du-Pape que él había conseguido conociendo mi predilección. Al regresar a mi carro noté algo extraño. La puerta no estaba cerrada. Fue entonces cuando reparé en los cristales del carro que habían sido cuidadosamente extraídos y dejados sobre el asiento trasero. Los ladrones se habían llevado no sólo mi tienda de campaña y un espléndido saco de dormir que compré en Alemania, en una tienda de ropa usada del ejército norteamericano, sino también… las cartas. Más que rabia, se apoderó de mí una profunda e inconsolable tristeza. Recorrí con mi amigo calles y tiraderos de basura. Puse letreros ofreciendo recompensa. Todo en vano. La historia no quiso ser recordada.

La vida tiene sus paralelismos. Cuando decidí ir a Alemania a continuar mis estudios ya latía en mí la rebeldía que caracterizó la vida de mi padre. No tenía yo ni idea de las veredas que habría de tomar mi vida. Pero, en esa reunión en la que conocí a Marion, el destino, ¿o determinismo histórico?, volvió a hacer acto de presencia. Estaba yo sentado en un mullido sillón, cuando una muchacha de inquietante belleza se sentó a mi lado, en el piso. No podía evitar que mi mirada se volcara secretamente sobre ella. Cruzamos pocas palabras en un inicio. Mi nuca y mi frente sudaban, y yo temía que ella se percatara. Marion tocaba suave, como por distracción, mi pierna, sobre la que en varias ocasiones recargó su brazo. Cuando me dieron a probar un mousse de chocolate, ella me miró traviesa y me preguntó a qué sabía. Estúpidamente dije que a chocolate. Tomó entonces mi mano, metió en el mousse uno de mis dedos, lo llevó a su boca y lo lamió. En ese mismo momento mi vida estaba condenada a dar un giro fenomenal. Me enamoré perdidamente.

Marion era judía. Su madre, alemana, se había casado con un turco con quien se fue a vivir. Allá, en Turquía, vivió Marion hasta los nueve años. Poco antes de cumplirlos, su madre murió. A esa edad, un día su padre le pidió que hiciera la maleta, porque se iban a un viaje de negocios a Alemania. Marion obedeció. Al llegar, se hospedaron en un hotel. Su padre le dijo que se quedara en el cuarto, que regresaría en unas horas. El tiempo pasó y él no aparecía. Finalmente escuchó que tocaban la puerta. Tímida, temerosa, la abrió. Volvió la mirada hacia arriba y vislumbró rostros desconocidos con gorra. Se la llevaron en una patrulla. Amaneció en un asilo. Su padre había sido asesinado en uno de esos absurdos episodios de la vida. Huérfana de padre y madre, pasó años enclaustrada, hasta que una pareja alemana la adoptó.

Es quizás difícil imaginar a una judía turco-alemana. El caso es que, cuando la conocí, Marion vivía una profunda confusión de identidad. ¿Qué era? ¿Turca? ¿Alemana?… Finalmente decidió que era… judía. Su amigo del alma, Micha, también judío, había decidido poco antes viajar a Israel a enrolarse en el ejército. Micha, Horst, Marion y yo formamos un cuarteto de amigos… y amantes. Los tres estábamos enamorados de ella. Perdidamente. Pero ella era un espíritu libre, incapaz de pertenecer a nadie. Yo era el nuevo, así que a mí me tocó ser favorecido. Y fuimos novios hasta que… ella se fue a vivir a Israel, al mismo tiempo que yo fui a Inglaterra.

La separación fue traumática. En un sentido estricto, Marion había sido la primera mujer con la que había tenido una relación plena. Cualquier tragedia literaria me parecía poca, comparado con lo que yo sentía por ella. Poco antes de que ella se fuera, estando en mi departamento, alguien tocó a la puerta. Era mi padre que, pocos días antes, había llegado de México a visitarnos. Encontró no menos de dieciocho cadáveres tendidos en el piso, los sofás, las camas. Pasó por encima de todos y llegó a mi cama, donde Marion y yo nos abrazábamos desnudos, cubiertos sólo por una delgada sábana. Nos miró con una gran sonrisa. Nos dio un beso y dijo: “Esto es vida, no fregaderas”. Mientras los “cadáveres” despertaban a la cruda realidad, se puso a platicar con ellos. Marion y yo estábamos en la despedida.

Fui a Inglaterra con un par de amigos. Bueno, ella era una pelirroja inquietante y él un amigo feo, pero afortunado. Eran novios. Llegamos a Escocia, en medio de un frío terrible en pleno verano. Una noche tranquila, mientras dormía profundamente, escuché de pronto gritos desesperados. Aparecía el rostro demacrado de mi padre, llamándome. Desperté con una intranquilidad desconcertante. Sin más, me despedí de mis amigos y emprendí el regreso. Cuando llegué a mi departamento me encontré a mi hermano que, cuando me vio, sólo dijo “perdón”. Salí angustiado, pensando lo peor. Él me alcanzó y me dijo que nuestro padre estaba hospitalizado. Le habían detectado cáncer.

La operación salió bien. Como siempre, el carisma de mi padre había conquistado al hospital entero. Eran épocas convulsionadas. Y no han dejado de serlo. En 1973 estalló la Guerra de Yom Kipur. Profesaba entonces cierta simpatía por los palestinos… pero comprendía la causa judía. Además, mi pasión por Marion me jalaba hacia esa conflagrada región. En una embajada armada hasta los dientes tramité mi visa. Pocos días después estaba yo volando hacia Tel Aviv. Recordé los cuentos de Kishon, que mi padre me leía, cuando de una altura insospechada el avión bajó en picada. Israel es tan pequeño, decía, que si vas en autobús y sacas la mano por la ventanilla, invades otro país y causas una conflagración internacional.

De Tel Aviv fui a Jerusalén. Directo al campus universitario, donde se hospedaba Marion. Me encontré una situación inesperada. Ya tenía nuevo novio: Amir, que resultó ser simpatiquísimo. Pero finalmente… ¡él estaba con mi “novia” a la que yo había ido a ver desde Alemania! A manera de consuelo me hospedaron con una bellísima italiana que tenía la pierna derecha enyesada. Comencé a comprender la diversidad de la que se componía esa tierra que visitaba. Si bien el pueblo judío tiene milenios de trayectoria histórica, la historia, precisamente, se ha encargado de complicarles la existencia.

Durante ésa y otras estancias en Israel, estuve en varios kibutzim y recorrí el país de un extremo a otro. Conocí Haifa, Akko, Belén y Nazaret. Bañé mis pies en las aguas del Mar Muerto y subí a Massada. En fin, ¡qué no habré visto! Al otro extremo, visité en Eilat a unos amigos que vivían en un campo minado. Había que pasar por un enrejado, lleno de advertencias por las minas plantadas, para llegar a la casa construida de restos de tanques y artefactos militares destruidos durante la guerra. Una comuna al estilo hippie. Fumaban hachís y predicaban el peace and love. Creo haber recorrido Israel de rincón a rincón. Incluso visité los lugares sagrados de los Bahai´s, a los que pertenece parte de mi familia. Todo eso me dejó marcado para siempre y mis vínculos con la comunidad judía se han mantenido hasta la fecha.

Marion se fue a vivir a Inglaterra, como lo había hecho la Ruth de mi padre. Muchos años después fui a presentar una ponencia en un congreso en Viena, y decidí visitarla. Había recibido poco antes una carta suya, en la que me describía algo que me alarmó. Se había casado con un británico y, de luna de miel, se habían ido a España. Ya en el hotel, tomaron una copa en el balcón. Pero, temperamental como es, inició una de esas inútiles discusiones que la hicieron montar en cólera y, al darle la espalda a su recién adquirido esposo, tropezó y cayó ¡siete pisos! Lo suficiente para matar a cualquiera. Pero sobrevivió y pasó largos meses en un hospital español, colgada de piernas y brazos, mientras volvían a soldar sus huesos destrozados. Cuando llegué a la ciudad donde vivía, esperaba ver a una mujer marcada por las heridas de semejante accidente. ¡Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme a la misma belleza impactante de la cual me enamoré! Decidió dejar a su marido y venir conmigo a México. Cada uno por su lado, llegaríamos con una hora de diferencia. Al arribar al aeropuerto de la ciudad de México, Marion estaba efectivamente allí, esperándome.

Duramos poco juntos. Yo estaba por ser nombrado director de una institución de educación superior, y ella no se hallaba con el español chilango que tanto se le dificultaba. Se marchó a buscar fortuna a Nueva York, y ya no supe de ella. Pero no dejo de relacionarla con mi padre, que tanto la admiró, y a ese paralelismo padre-hijo que, a fin de cuentas, se ha mantenido a lo largo de mi vida.

Vinculado a los libros por el oficio de encuadernador de mi padre, me convertí en editor. Una de las experiencias más gratas en este recorrido por el difícil mundo de la industria editorial ha sido la publicación del libro de Arón Gilbert, El último sobreviviente, que narra las peripecias de su padre, que vivió los horrores del Holocausto. Con Arón encontré, en medio de nuestras diferencias, muchas coincidencias, y hemos ido forjando una grata amistad. Así como él me ha contado sus historias, yo le he compartido las mías. Particularmente este recorrido de la Primera a la Segunda Guerra Mundial que experimentaron mi padre y su compañera judía que huyó a Inglaterra, mi Marion que sobrevivió a un desplome de un séptimo piso y, siempre presente, nuestras vivencias en Israel. Un Estado que dio nueva esperanza a quienes todo lo perdieron durante el Holocausto, cuya gestación hizo justicia a un pueblo perseguido, pero que existe rodeado de contrastes, de conflictos, de emociones encontradas en medio de un complejo ajedrez geopolítico difícil de comprender. Aunque una copa de Châteauneuf-du-Pape a la salud de mi padre podría ayudar.

Alejandro Zenker. (México, D.F. ,1955). Editor, traductor y fotógrafo. Director general de También dirige la Solar, Servicios Editoriales y Ediciones del Ermitaño, y del Instituto del Libro y la Lectura.colección de literatura Minimalia y de la revista Quehacer Editorial. Entre muchos otros cargos y actividades, fundador y presidente de la Asociación de Traductores Profesionales (ATP) y miembro del Consejo de la Federación Internacional de Traductores, en cuyo marco presidió el Comité para los Centros Regionales y fundó el Centro Regional de los Países del Norte de América (México, Estados Unidos y Canadá). Director general del Instituto Superior de Intérpretes y Traductores, creador de las primeras licenciaturas en traducción e interpretación en México, y miembro de la mesa directiva de la Asociación Mexicana de Lingüística Aplicada (AMLA). Miembro fundador y secretario general de la Asociación de Editores Mexicanos Independientes (AEMI). Coordinador de las redes de editores y creadores culturales y artísticos como www.riepa.org, www.ripac.com.mx y www.ave.org.mx.