MARIANO AGUIRRE/BBC MUNDO

Durante seis semanas la sociedad noruega, el país que ocupa el primer puesto en la lista de Naciones Unidas por Índice de Desarrollo Humano, ha leído en la prensa las minuciosas explicaciones sobre cómo operó el asesino en el juicio que se celebra en el sencillo Palacio de Justicia de Oslo.

Horas tras hora, víctima tras víctima, Anders Behring Breivik, forenses, testigos y policías han explicado frente a jueces, abogados y familias, la ideología extremista que le inspiró, como mató a cada una, la forma que las remató e inclusive las miradas que entrecruzó con algunas.

En algunos casos las víctimas estaban paralizadas de terror. El asesino disparó, se tomó el tiempo para recargar su arma y, desoyendo los ruegos de piedad, mató a los que fingían haber fallecido. En total, 69 muertos más las ocho víctimas debido a la bomba que puso junto a las oficinas gubernamentales.

Los magistrados y funcionarios del sistema judicial noruego han seguido meticulosamente el procedimiento. Han escuchado al asesino confeso y los testimonios de supervivientes, muchos de ellos heridos y amputados para el resto de sus vidas.

Día tras día se ha recreado cómo la isla de Utoya se convirtió en una trampa, en un caos sangriento.

El juicio podría parecer un procedimiento inútil, porque Breivik se entregó, confesó y reivindica lo que hizo. Más aún, dice que volvería a hacer lo mismo; opina que muchos noruegos merecen la misma suerte y quiere que se le condene por lo que reivindica como una acción política en defensa de la nación noruega frente a la inmigración y el multiculturalismo.

Se niega, además, a ser considerado psicológicamente desequilibrado.

Algunas personas en y fuera de Noruega piensan que el largo procedimiento es inútil y que al asesino se le trata demasiado bien. Se asombran, además, de la falta de insultos, demostraciones, expresiones de rabia.

Lo más espontáneo ha sido la reunión de miles de personas cerca del Palacio de Justicia para entonar una canción pacifista que el asesino aborrece.

Por supuesto en la sala hay llantos y dolor por parte de los familiares y amigos de las víctimas, pero el clima social que rodea al proceso es de silencio y respeto. Los familiares quieren saber los detalles, aunque suponga un terrible sufrimiento.

Y el sistema estatal debe proceder en este caso como con cualquier otro criminal. La excepcionalidad de su crimen no le hace merecedor de una forma especial de justicia.

Comparaciones

“La justicia tiene sus reglas y las seguimos”, comenta una socióloga noruega con la que converso sobre si ve paralelismos o diferencias con los juicios en América Latina contra los perpetradores de violaciones de derechos humanos.

Breivik no escatima detalles de sus crímenes, mientras que los militares, policías o civiles paramilitares que mataron, torturaron y violaron en América Latina hablan lo menos posible.

Además, los familiares de las víctimas en Noruega tienen un fuerte apoyo social y político del Estado. En cambio, en América Latina las familiares que “quieren saber” son vistos por muchos como obstáculos para una convivencia basada en olvidar el pasado.

Es una situación similar a la que tienen en España las familias de los miles de desaparecidos y fusilados por el franquismo en los años siguientes a las Guerra Civil (1936-1939). Estigmatizados por una parte de la sociedad, avanzan contra la corriente de querer dejar enterrada una terrible memoria histórica.

En América Latina las matanzas las dirigían los Estados, de forma abierta o encubierta, mientras que aquí ha sido la acción de un hombre solo, que se disfrazó de policía y posó en uniforme para dar una apariencia de guerra a sus crímenes.

Pero en los dos casos hay ideologías que propugnan la eliminación física de aquellos a los que se acusa de querer cambiar la sociedad.

En el caso argentino los militares secuestraban a los niños de los enemigos y los adoptaban para reorientar su futuro. Breivik mató a jóvenes del partido laborista que, desde su perspectiva, continuarían la labor de destrucción de Noruega.

Los valores

Apenas sucedió la matanza, el mensaje del gobierno noruego fue de unidad en torno a los valores de justicia, democracia, transparencia e igualdad, en un marco de emociones contenidas.

El clima que rodea al juicio sigue esta misma tendencia.

Pero sería errado creer que toda la sociedad noruega (5 millones de habitantes) ve el juicio de la misma forma.
Los miembros y votantes del ultra derechista Partido Progresista (Fremskrittspartiet) -que obtuvo el 22.9% de los votos en las elecciones generales de 2009- condenan cómo actuó Breivik pero tienden a comprender sus razones: la defensa de las esencias noruegas-cristianas frente al Islam que, encarnado en los inmigrantes, aparentemente conquista Europa .

Otra parte de los noruegos rechaza totalmente lo que hizo, pero le cuesta aceptar que sea parte de esta sociedad. Prefieren pensar que es un “lobo solitario”, o un producto de los videojuegos, en vez de una persona que desarrolló su patología en un marco ideológico que le dio la justificación para creer que hay una guerra y que él tenía que librarla.

Pero una gran parte de la sociedad noruega considera que la respuesta es reforzar los valores fundamentales.

El pastor Trond Bakkevig, que coofició una de las ceremonias por los fallecidos en la Catedral de Oslo pocos días después de la matanza, me dice que “en muchos sentidos el juicio es una forma de avanzar y enfrentar el dolor y la pena; una forma de llorar por la muerte de los queridos. Pero también estamos satisfechos de que nuestro sistema de justicia funcione. Esta es la forma que enfrentamos el crimen. Respetamos la dignidad de Breivik y su derecho a defenderse, pero también la de los testigos a ser escuchados”.
Seguir los procedimientos legales, escuchar el horror, respetar los derechos de un asesino, son formas de defensa de la sociedad en la que las mayoría de los noruegos quieren vivir.
El juicio es, en este sentido, un homenaje democrático a las víctimas; una forma de subrayar, pensando en ellas, que lo que pasó en julio nunca más debe volver a ocurrir.