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José-Carlos Mainer (Zaragoza, 1944), historiador de la literatura, crítico y ensayista, autor de ediciones críticas de Valle-Inclán y Machado, sostiene en una espléndida biografía sobre Pío Baroja (Taurus) que obras como «Zalacaín el aventurero», «Las inquietudes de Shanti Andia» o «El escuadrón del Brigante» ocuparían «un lugar de honor junto a las de Joseph Conrad».

¿La posteridad ha podido ser el purgatorio de Pío Baroja? ¿Quién le arrojó al corazón de las tinieblas?

—Baroja ha tenido siempre más lectores que críticos y estudiosos, y cuando Ricardo Gullón pedía «sacar a Baroja del purgatorio» tenía razón: entre 1940 y 1970, del escritor teníamos o biografías amables de los «barojianos» o requisitorias malévolas de sus enemigos. Desde entonces, y más todavía desde finales del siglo pasado, ya no se puede decir lo mismo.

—¿Por qué Baroja «no era un escritor demócrata» y desconfiaba de las masas? Sin embargo, siempre fue un liberal y progresista, recibiendo el respaldo de Ortega, Azorín, Machado.

—Baroja fue hijo de su tiempo. Los intelectuales finiseculares eran individualistas y nietzscheanos: solían ser liberales radicales (si pensamos en el significado histórico del «liberalismo», que tiene muy poco, o nada, que ver con el neoliberalismo actual), pero recelaban de la democracia y de la igualdad por prejuicios antropológicos y miedos sociológicos. Los tres mayores valedores de Baroja, que son los que usted cita, compartían muchas cosas con él: Ortega le reprochaba su individualismo montaraz; Azorín era mucho más reaccionario (y sabiamente cauto) que nuestro autor; Machado era un liberal populista y apreciaba lo que en Baroja había de humanismo popular y directo, heredero del romanticismo radical.

—¿Fue Baroja antisemita y a raíz del Holocausto ya no vuelve a decir nada contra los judíos? ¿Por qué ese antisemitismo inicial?

—El antisemitismo de Baroja es el del siglo XIX: no religioso sino político-económico. Y, de hecho, se acusó más en dos momentos de su obra: en su etapa republicana hacia 1910, cuando moteja de judíos a los catalanistas, y después de 1918, en plena crisis europea, como se ve en la trilogía «Las agonías de nuestro tiempo». Nunca fue otra cosa que una manía molesta y, desde luego, desapareció cuando tuvo noticias fidedignas del holocausto.

—Baroja legó un gran respeto por la mujer (su presunta misoginia no se sostiene), el horror por la maldad que proviene del fanatismo y la decidida bondad ante lo humilde. ¿Es así, profesor?

—Algunos de los personajes más perdurables de Baroja son mujeres: la Salvadora de «La lucha por la vida», la María Aracil de «La dama errante», la Lulú de «El árbol de la ciencia»… No se debe confundir la misoginia con el complejo nudo de experiencias y prejuicios que apartaron a Baroja del matrimonio y que explicó con bastante franqueza en «La sensualidad pervertida». En esto, como en lo demás, Baroja fue un hombre que aborreció la brutalidad y al fanatismo y que se acercó a la crueldad y a la violencia pero con íntimo horror.

—¿Con qué certezas emocionales barojianas se queda usted?

—He hablado de «certezas emocionales» como legado del escritor y supongo que habría que preguntar por ellas a los numerosos «barojianos»: imagino que admiran su sinceridad, la valentía de decir hasta lo inoportuno, la piedad de fondo por los desdichados, su empatía con el paisaje y con la música como expresiones de la sensibilidad.

—¿Qué hallazgos inéditos de don Pío introduce, profesor Mainer, en su magnífico estudio?

—No demasiados… Los más significativos, en todo caso, son algunas citas de la correspondencia familiar entre 1936 y 1940 y la descripción de algunas obras inéditas de la última época, cuya consulta debo a la generosidad de la familia Caro Baroja.

—¿Por qué Baroja sentía desazón por su tiempo? ¿Era escritor de camarillas?

—Decididamente, el siglo XX no le gustó, por su violencia y por su gregarismo; prefería el siglo XIX, a despecho de su hipocresía y su retórica… Y nunca fue escritor de camarillas: su tertulia de vejez, en su casa madrileña de Ruiz de Alarcón, no era una tertulia literaria, ni tampoco las que se formaban en librerías de viejo que frecuentó desde finales de los años veinte. Su hermano Ricardo sí era un tertuliano prototípico y quizá esto contribuyó a distanciarlos en la etapa en que vivían todos juntos en la casona de la calle de Mendizábal.

—El estilo de Baroja es uno de los más hermosos de la literatura en español. ¿Ha creado escuela?

—Su gran lección es la sencillez pero también cierta tensión lírica, que Baroja decía haber aprendido de Verlaine. Le debe mucho la prosa española actual: Cela, que siempre se creyó su sucesor, lo imitó… pero con algo de sonsonete ternurista; puede que Eduardo Mendoza o Andrés Trapiello, pese a no ser barojianos de observancia estricta, sean los que hoy recuerdan mejor aquella enseñanza.