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EL pasado 31 de mayo se cumplieron 50 años de la ejecución, colgado de una soga hasta morir, en la prisión de Ramala, próxima a Jerusalén, de Otto Adolf Eichmann (1906-1962) miembro de las SS nazis y asesino a escala atroz.

Según dictamen de los seis psiquiatras que le evaluaron durante el juicio, Eichmann era un hombre normal, “más normal que yo, tras pasar por el trance de examinarle”, llegó a decir uno de ellos. Era incluso anodino. Isser Harel, jefe del Mossad, servicio secreto israelí, líder del comando que capturó a Eichmann en Buenos Aires (1960), tras enfrentarse a él cara a cara en el piso donde le tenían secuestrado a la espera de su envío a Israel, no dejaba de decirse a sí mismo: “Si me lo encontrara por la calle, no observaría la menor diferencia entre él y los miles de hombres que pasaran. Y me preguntaba una y otra vez: ¿qué habrá convertido a este ser, aparentemente normal, en un monstruo? ¿No existe ningún signo exterior que le distinga de los hombres normales? ¿Acaso la diferencia solo estriba en un alma corrompida?”.

Desde entonces y ante situaciones como golpes de estado, terrorismo, guerra sucia… las personas conscientes se siguen haciendo tales preguntas. La respuesta es invariablemente la misma. Las atrocidades se cometen en base a motivos que miran al pasado, tales como el odio o la venganza individual o colectiva, y razones que se proyectan hacia el futuro: un proyecto político, la búsqueda de un espacio vital o de fuentes de energía… Pero esas atrocidades las cometen personas físicas concretas que por tanto tienen su culpa personal e intransferible en el presente, presente que tratan de eludir. La restitución del daño causado a la comunidad pasa por el reconocimiento del mismo, que no puede encubrirse en motivos ni razones. Deberá ser un ejercicio individual dirigido a la sociedad o no tendrá valor alguno. Por más que quienes hayan cometido actos de terror nos resulten personalmente próximos.

Y aunque sea para poder contestar a las preguntas que se hacía el jefe del Mossad y que cualquier ser pensante se plantea cuando se encuentra ante la enormidad del mal absoluto hecho carne y hueso, merece la pena aproximarse a la figura de Eichmann.

Nacido en la ciudad alemana de Solingen, conocida por la fabricación de cuchillos y tijeras, creció en el seno de una familia de clase media en la que todos los hijos estudiaron con aprovechamiento a excepción del propio Adolf. En 1913, la familia emigró a Linz (Austria), donde el más torpe de la camada trató de ganarse la vida como agente de comercio. Tras fracasar en el empeño, acabó ingresando en el partido nazi y, encuadrado en las SS, su carrera discurría sin pena ni gloria hasta que cierto día se le asignó una oficina de nueva creación, denominada de Asuntos Judíos. La razón de tal encomienda era que el propio Eichmann se había jactado de sus relaciones con la comunidad judía así como de hablar hebreo y conocer la ideología sionista. Lo primero era una verdad a medias y en puridad tales relaciones eran más bien familiares: la segunda esposa de un tío suyo era judía y, por cierto, le ayudó a encontrar aquel trabajo de viajante que abandonó por manifiesta incapacidad. En cuanto a su dominio del hebreo, era mera farsa. Como alemán podía entender el yiddish, lengua practicada por los judíos del centro y este de Europa que en esencia es alemán medieval con préstamos lingüísticos de hebreo. Con tal escaso bagaje de conocimientos y una indudable capacidad de fabulación -Eichmann era mentiroso para mejor medrar, digámoslo sin rodeos-, fue ascendiendo lentamente en el organigrama nazi. Conviene precisar que la cúpula nazi era académicamente iletrada, desde Hitler a Göring pasando por Himmler y Rosenberg y excepción hecha de Goebbels, quien por su formación superior nunca se apeaba del tratamiento de Herr Doktor que exigía a todo quisqui. Sin embargo, la segunda fila de nazis estaba compuesta por universitarios cultivados, hijos de la pequeña burguesía alemana arruinada por la crisis económica de 1929. Se trataba de treintañeros demasiado jóvenes para ser veteranos de guerra y enormemente interesados en ocupar un lugar bajo el sol hitleriano. Alguien definió a estas estrellas ascendentes del nazismo como “gángsteres intelectuales”. El más destacado entre ellos era Reinhard Heydrich, consumado violinista, esgrimista y piloto de aviación. Dotado de una magnífica planta, icono andante de la raza aria, a sus 37 años era jefe del RSHA que englobaba la Gestapo, la Policía criminal y el Servicio Secreto o SD.

Hitler había afirmado en un discurso pronunciado el 30 de enero de 1939 que deseaba “realizar una profecía: si el judaísmo internacional -de Europa y de fuera- lleva a las naciones a una nueva guerra, ello no tendrá como resultado la bolchevización del mundo y la victoria de los judíos, sino la aniquilación de la raza hebrea en Europa”. Y ya desde el inicio de la guerra ese mismo año habían sido liquidados centenares de miles de polacos, rusos, ucranianos y judíos en operaciones llevadas acabo por los Einsatzgruppen o Grupos operativos, destacamentos compuestos por unidades de las SS en la retaguardia del ejército invasor alemán que fusilaban sobre el terreno. Posteriormente se llamó Genocidio por balas a esta primera fase del Holocausto.

Tres años después de aquel discurso de Hitler, el 20 de enero de 1942 -lo relata Mark Roseman en La villa, el lago, la reunión (RBA libros, 2002)- quince funcionarios y oficiales de rango medio invitados por Heydrich, con Eichmann como secretario de actas, tomaron asiento en la sala de reuniones de una villa sita en el número 56-58 de Am Grosse Wansee, en las afueras de Berlín, a orillas del lago Wansee, lugar de veraneo de los berlineses acomodados que se habían construido villas y palacetes en un entorno de relajamiento. Los nazis, una vez llegados al poder, se incautaron de aquellas que eran propiedad de los judíos e incluso de alguna que otra de los gentiles. Era el caso de aquella villa, que había pertenecido a un industrial de derechas, un tal Minoux, a quien a la manera de Don Vito Corleone, le hicieron “una oferta que le iba a resultar imposible de rechazar”.

La reunión, tras hora y media de debate, sirve para decidir quién es judío y cuál va a ser su suerte. Once millones de seres humanos ignoran que están destinados a desaparecer de entre los vivos convertidos en ceniza. La cifra -6.000 judíos españoles incluidos- es el resultado del minucioso trabajo previo de investigación de Eichmann, el gris y aplicado burócrata. El debate sobre la identificación del judío resulta un embrollo: que si son o no judíos los cuarterones, que “si los mischlinge” o mestizos lo son también… Finalmente redactan un protocolo cuyo fragmento más significativo es el siguiente: “En el transcurso de la solución final y bajo el liderazgo conveniente, los judíos serán puestos a trabajar en el Este… Sin duda, la gran mayoría será eliminada por causas naturales. Lógicamente, los supervivientes serán individuos resistentes y de estos habrá de ocuparse de manera apropiada, pues en caso contrario y debido a la selección natural llegarían a formar el germen de un nuevo renacimiento judío (Ver la experiencia que nos lega la historia)”. La redacción no puede ser más aséptica y letal. Wansee se convierte en el acto de clausura de un proceso por el cual el crimen masivo se convierte en genocidio.

Eichmann organiza las complejas operaciones logísticas de búsqueda, detención y envío a los campos de exterminio de seis millones de judíos. Heydrich no pudo participar personalmente en la puesta en práctica de su protocolo: en 1942 desempeñaba el cargo de Protector del Reich en los Territorios Checos Ocupados, una especie de virrey de Checoslovaquia, y era tan odiado que un comando de partisanos lo ejecutó en Praga un 27 de mayo. Se acaban de cumplir también 70 años.

Derrotado el nazismo en 1945, Eichmann comienza su larga escapada para huir de la justicia. Vive escondido en Alemania y su preocupación llega al paroxismo cuando su nombre aparece en los juicios de Nuremberg pues los fiscales norteamericanos han dado con un documento con el sello de Asunto Secreto del Reich que recoge, ni más ni menos, el acta de la reunión del lago de Wansee, donde se organizó la Solución Final. Al instante, el discreto Eichmann, que había redactado el acta, pasa a ser uno de los criminales de guerra más buscados. Ayudado por una red clandestina nazi huye a través de Austria y llega a Génova. Con documentación falsa a nombre de Ricardo Klement, facilitada por un franciscano, viaja por barco hasta Argentina, donde arriba a mediados de julio de 1950. Dos años después se reúnen con él su esposa e hijos. La vida, no exenta de carestías económicas, discurría apacible para la familia Klement-Eichmann gracias al apoyo de sus camaradas nazis instalados en Argentina y sus protectores policías y políticos peronistas. Sin embargo, en un mal día para Eichmann y excelente para la humanidad, a finales de 1957, Fritz Bauer, fiscal de estado de Hesse (Alemania), judío él mismo y socialdemócrata de ideología, tuvo noticias de que un alemán residente en Buenos Aires de nombre Klement no era otro que Eichmann. Lo puso en conocimiento de las autoridades israelíes, pues no se fiaba de los jueces alemanes, y así comenzó la caza del criminal de guerra más buscado.

Un equipo del Mossad localizó a Eichmann en el barrio de San Fernando, al noroeste de Buenos Aires. El mencionado Isser Harel, jefe del equipo, escribió el libro La casa de la calle Garibaldi (Ediciones Grijalbo), relatando la operación de búsqueda, secuestro y entrega clandestina del genocida Eichmann para su enjuiciamiento por un tribunal israelí. El libro contiene interesantes reflexiones. La más llamativa, quizás, la actitud sumisa del detenido, quien con la pretensión de congraciarse con sus captores llegó a rezar en hebreo. El otrora heraldo que anunciaba la muerte a millones de judíos se mostraba como un miserable que imploraba por su vida.

Tras 9 días secuestrado en una casa clandestina, el comando embarcó a Eichmann en un avión de la compañía israelí El Al, que le trasladó a Tel Aviv y luego a Jerusalén. Allí le esperaba su juicio, en el que fue hallado culpable de 15 crímenes contra la humanidad, y la soga: acabó ahorcado, su cuerpo, incinerado; y las cenizas, aventadas en el Mediterráneo.

El enigma del hombre de apariencia normal buen padre de familia, funcionario meticuloso, que es al mismo tiempo asesino a escala atroz, se plantea en toda su extensión. La conclusión luminosa y aterradora quedó acuñada en el concepto de la “banalidad del mal” con que Hannah Arendt definió al asesino monstruoso-insignificante persona, a quien observó con atención cuando asistía al juicio: “Aquel hombre de estatura media, delgado, de mediana edad, algo calvo, con dientes irregulares y corto de vista, que a lo largo del juicio mantuvo la cabeza, torcido el cuello seco y nervudo, orientada hacia el tribunal (ni una sola vez dirigió la vista al público)”.

Detallaba Arendt en su ensayo Eichmann en Jerusalén (Editorial Lumen, 1999), que el acusado en todo momento alegó obediencia debida a sus superiores, por lo que nunca se sintió culpable. Aunque sus crímenes hubiesen sido a escala infinita, tal ejercicio de defensa asumiendo una leve culpa -“lo hice cumpliendo órdenes y de acuerdo con la ley vigente”- es en sustancia el mismo argumento exculpatorio de aquellos otros que justifican los delitos cometidos en situaciones como golpes de estado, terrorismo, guerra sucia… invocando el contexto, el conflicto o el puro azar. Obviamente no pretendo comparar estos crímenes con los de Eichmann, pero sí las reacciones de este y las de aquellos ante la asunción de su propia responsabilidad que podríamos identificar como la levedad de su sentimiento de culpa. Se trata de criminales eternamente impenitentes, como Dostoievski contaba de su estancia en las prisiones de Siberia al señalar que entre docenas de asesinos, violadores y ladrones nunca conoció a un solo hombre que admitiera haber obrado mal. ¿Será que no pueden enfrentarse con la realidad porque su crimen ha pasado a ser parte de ella? Excelente pregunta para que también se formulen, nos formulemos, quienes ante la tragedia vivida en nuestro país no puedan, no podamos, entonar un sincero “yo no tuve nada que ver”.