BERNARD-HENRI LÉVY/EL PAÍS

El ministro de Interior, Manuel Valls, ha encontrado las palabras que exigía la situación.

Las autoridades republicanas, tanto nacionales como regionales, han reaccionado como era de esperar.

Y la condena ha sido unánime a un lado y otro del espectro político, o casi.

No obstante, este asunto (la agresión a tres jóvenes judíos a golpes de barra de hierro y de martillo, el sábado pasado, en Villeurbane) es particularmente preocupante.

El simple hecho de que sea posible, el hecho de que existan en Francia barrios en los que tres adolescentes no puedan pasearse con una kipá sin arriesgarse a recibir una paliza, es verdaderamente trágico.

Y cuando, por añadidura, leemos que no es la primera vez; cuando descubrimos que hace varios meses se produjo en el mismo barrio un incidente similar y que la prensa no habló de él; cuando el BNVCA [oficina nacional de vigilancia contra el antisemitismo] nos dice que esta clase de agresiones se han multiplicado desde las masacres de Toulouse y Montauban, pero que el sistema se ha acostumbrado a ellas hasta tal punto que apenas se toma la molestia de darse por enterado y que, cuando no son mortales, terminan difuminándose en el paisaje y pareciendo insignificantes, uno no puede evitar pensar:

“Decididamente, hay algo podrido en la República Francesa; en esta banalización, en esta metástasis lenta pero segura del veneno antisemita, hay algo fétido que no debemos pasar por alto…”

¿Es casual que esta agresión se haya producido poco después de una campaña como la de la señora Le Pen?

Sé que a la hora en que escribo estas líneas aún no se conoce la identidad de los miembros de esa nueva banda de bárbaros.

Y sé cuán peligroso es, en semejantes circunstancias, entregarse a los juegos de cálculos, incriminaciones y demás causalidades diabólicas.

Aun así…

¿Es realmente casual que esta agresión se haya producido poco después de una campaña en la que pudimos ver cómo una candidata, la señora Le Pen, hacía que en sus mítines se abucheasen sistemáticamente ciertos apellidos de consonancia judía?

Y el hecho de que, esta misma semana y gracias a un colectivo de asociaciones antirracistas que han recurrido a los tribunales, nos enteremos de que Francia es uno de los pocos países en los que, cuando se teclea un nombre propio en los motores de búsqueda de Internet, uno de los primeros “resultados semiautomáticos” supuestamente “sugeridos” por el algoritmo (pero determinados, en realidad, por la suma de “búsquedas” de los “usuarios” precedentes) es la asociación de ese nombre con el término “judío”, ¿es una pura coincidencia de los calendarios?

¿Y qué decir, finalmente, de esa extraña obsesión por Israel que, desde hace algunos años, tiende a convertirse en el alfa y omega, en la pieza clave, en el pilar, de una construcción ideológica, a la vez delirante y monstruosamente eficaz, que vuelve a señalar a los judíos como acusados: un Israel abstracto; un Israel imaginario; un Israel satanizado, por no decir “nazificado”, que, por asociación de ideas, sirve para satanizar y “nazificar” a los judíos en general; un Israel cuya función es, en una palabra, proporcionar combustible nuevo a la vieja maquinaria antisemita?

Porque ahí está el meollo del problema.

En todas esas personas que, musulmanas o no, se imaginan que al atacar a alguien que lleva una kipá están vengando a las “víctimas de Israel”.

En esos pretendidos “simpatizantes de los palestinos” que pasan olímpicamente de la suerte de los cisjordanos o los gazatíes cuando son los “hermanos” árabes quienes los oprimen o los masacran, y ven a estos últimos como la sal de la tierra cuando se enfrentan a Israel e Israel, a su vez, los combate.

En el doble rasero que implica el hecho de que esos mismos “amigos del género humano” no derramen ni una lágrima por los niños masacrados en Hula, Siria, que no digan ni una palabra sobre la brutalidad de Bachar Al Asad, que bombardea sus ciudades con armamento pesado, e incluso lamenten que un dictador como Muamar el Gadafi, que tenía sobre la conciencia la muerte de decenas de miles de árabes inocentes, haya sido neutralizado, pero, sin embargo, cuando el que golpea es Israel (es decir, para ser exactos: cuando Israel se defiende y, de forma más o menos proporcionada y, por tanto, más o menos criticable, responde al fuego), estiman que las muertes resultantes son crímenes contra la humanidad cuya sangre debe caer sobre las cabezas de todos los judíos del mundo.

Según ellos, Israel es un Estado fundamentalmente ilegítimo… En consecuencia, la política de sus dirigentes es esencialmente criminal… Y, también en consecuencia, sus amigos y aliados son cómplices de ese crimen de principio… Esta es, más que nunca, la fórmula del antisemitismo de hoy. Este es el teorema que, a ojos de los descendientes de los matones nazis de los años 30, cuyo argumentario se había hecho inadmisible, viene a ser como una licencia para matar o, en este caso, golpear. Este es el moderno breviario del odio, que, después de transformar a todos los judíos en asesinos en potencia, hace que de nuevo sea posible anatemizarlos y golpearlos.

Denunciar ese breviario, deconstruirlo, demostrar que sus protocolos no son menos temibles que los de los viejos tiempos, es la cuestión urgente que nos obliga a afrontar el drama de Villeurbane. Y la razón por la cual subestimar su alcance y su sentido sería una locura.