LUIS GELLER

Mientras la sombra que proyectaba la vieja iglesia descendía hasta abrazar de gris espeso las arcadas del claustro, los ruidos de la plaza disminuyeron para convertirse en un murmullo que fue perdiendo fuerza paulatinamente. Sería por el calor de aquella tarde de verano, sin nubes ni viento, que la fachada del viejo templo de San Fernando resplandeció como nunca bajo la luz de los paramentos encalados hacía poco.

Construida con grandes bloques de cantera y tezontle, en el tradicional estilo barroco-churrigueresco, la iglesia había pasado de ser venerable refugio de almas a deleite de paseantes domingueros. Guardiana del añoso cementerio, ahora célebre Museo de San Fernando, hubo de cambiar las cándidas melodías de los sacristanes por monótonas letanías murmuradas en voz baja con la guía del museo por misal y las baldosas por atril.

— Aquí descansan los restos de los hombres y mujeres más ilustres y famosos —oía que repetían a destiempo los improvisados acompañantes oficiales que sólo esperaban la propina de los visitantes para empezar de nuevo su cantilena—. Aquí reposan los hombres y las mujeres de ése México independista, de caudillos y asonadas; ése Méjico, con jota, patriota, arrogante y bárbaro de finales del siglo XIX.

Es difícil evadir a los guías. Se apropian de todo, del espacio abierto a la luz del sol que ahora juguetea entre las balaustradas de mármol; de los rincones donde se acumulan el polvo y el eco de aquellos años estériles y monótonos transcurriendo sin prisa a la sombra de la espada llegada de Europa; y de éste, el de los recintos inmaculados que a la luz de los cirios aún conservan un poco de olor a jabón de lavadero, a incienso y a mirra.

— Algunos de sus antiguos moradores ya no están aquí, —alcanzo a escuchar a un joven de cuyas orejas penden sendos auriculares—. Ni siquiera Maximiliano de Habsburgo, el frustrado Emperador de México, fusilado en el Cerro de las Campanas, para quien se preparó esta vistosa sepultura justo frente al impresionante mausoleo del benemérito Benito Juárez. Ése que vemos sostenido por los inmaculados brazos de la Patria.

Decido que es mejor apurar el paso y dejar atrás la figura de don Benito, quien, estoy seguro, espía a todos los paseantes. Quiero que deje de mirarme con su ceño fruncido y sus ojos vacíos, y que mejor se ocupe en vigilar, desde su mausoleo de mármol, los buenos quehaceres de la Nación que con su temple ayudó a forjar.

Me topo con la tumba de Maximiliano. Escucho a otro guía que aparece de la nada seguido de un puñado de curiosos que mascan chicle y hacen molestos ruidos guturales. Dice que el Archiduque jamás llegó a ocupar la distinguida sepultura, y que ésta hubo de esperar infructuosamente su llegada por casi cuatro años. Pero Maximiliano nunca llegó. Por eso, los magníficos sillares de piedra terminaron adjudicados al descanso eterno del por entonces insigne abogado constituyente, don Manuel Ruiz, creador del matrimonio civil en México y de la Ley de Suspensión de Pagos. “Éste don Manuel Ruiz —dice el guía— debió pisar algunos callos de ciertos influyentes países europeos, lo que provocó el inicio de la Intervención Francesa.” ¡De lo que se entera uno en los panteones!

¿Y el cuerpo del infortunado archiduque del Imperio Austro-Húngaro, don Fernando Maximiliano de Habsburgo…? ¿Qué pasó con él? Escucho al guía decir que su cadáver fue embalsamado al último grito de la moda, con uniforme, polainas, espada y toda la cosa, aunque sus famosos ojos azules debieron sustituírse por un par de vidrios negros a causa de las carencias de los expertos embalsamadores en materia de “ojos claros”. El guía, que no cesa de hablar, agrega que fue fusilado a las siete de la mañana del 19 de junio de 1867 y que acabó reposando en la Cripta Imperial de la Iglesia de los Capuchinos, en su tierra, en Viena. Una sonrisa me delata: me imagino al archiduque, envuelto en su vistosa mortaja, acostado en su mullido ataúd, esperando con ansia el instante en que será llamado a cuentas para contar su versión de la historia. ¿Cuándo? Una vez que termine la presente era del chip electrónico y tenga a bien iniciarse la del Juicio Final.

A pocos metros del vetusto monolito me encuentro frente a la tumba de Miramón, el dos veces Presidente de México, don Miguel Gregorio de la Luz Atenógenes Miramón y Tarelo, ilustre mariscal de los Ejércitos Imperiales, Comandante militar en Tamaulipas, a quien su viuda, Concepción Lombardo, “doña Concha”, mujer de medios, desenterró y trasladó después de un latoso papeleo oficial a la ciudad de Puebla, argumentando, desde luego en relación al Presidente Juárez, su notorio vecino, “…que no quería que el cadáver de su marido reposara tan cerca del hombre que lo mandó matar.” Con razón o sin ella, hizo el trámite y se lo llevó.

Es tarde. El sol termina por ocultarse y todos sabemos que los panteones, aunque sean museos, no dejan de ser panteones, y que si de día es bueno visitarlos, de noche se nos empiezan a enchinar los brazos. Por sí o por no, decido terminar la visita no sin antes echar una última mirada a la cripta de otro célebre personaje de la época, don Tomás Mejía, enterrado a pocos pasos de Miramón. Militar de carrera, católico ferviente, don Tomás fue un soldado que vio en Maximiliano la única posibilidad de salvación para el país. De origen humilde, facciones indígenas y carácter apasionado —igual que Juárez— quedó deslumbrado por Maximiliano y jamás volvió a separarse del malogrado emperador junto a quien murió fusilado en Querétaro, la mañana del 19 de junio de 1867.

Según leo en su escueta biografía, don Tomás Mejía Martina, a quien algunos historiadores se empeñan infructuosamente en reivindicar, fue el mayor enemigo del presidente Juárez y uno de los soldados más tenaces y leales que pelearon en contra del Ejército Americano cuando éste invadió nuestro país.

Se dice que su tumba guarda secretos que se resisten a salir a la luz. El primero es que su cuerpo, como el de Maximiliano, también fue embalsamado, pero como no se le enterró de inmediato por la precaria situación económica de su viuda, el cadáver —dicen— permaneció durante varios años recargado en un sillón de su casa. Cuenta la historia que al enterarse de esto, el propio Juárez, de su bolsa, mandó construir la tumba de su enemigo haciendo los arreglos pertinentes para que la cripta se modificara, puesto que don Tomás, por haber estado sentado tanto tiempo, adquirió una postura peculiar y ya no se le pudo enterrar acostado. Cuánta razón le cabe a Maquiavelo cuando afirma, en su libro de las conjuras “que el muerto no puede pensar en la venganza.” También me entero que a los pocos años de haber sido sepultado, su viuda, doña Agustina, juntó un dinerito y al igual que doña Concha, la viuda de Miramón, también lo exhumói y se lo llevó para enterrarlo en algún lugar remoto y desconocido, lejos de Juárez, el hombre que lo mató.”

Un destello me obliga a voltear hacia la lápida superior. Una jovencita toma fotografías. Me echo hacia atrás para dejarle el campo libre.
— ¿Ya se fijó en esta estrella? —me dice—. Se ve que esta tumba como que no es de aquí. Mire. Ésta tiene una estrella judía y estamos en un cementerio católico, ¿no? ¿Entonces…? Fíjese que todas la tumbas tienen cruces, pero la única que tiene una estrella es ésta. ¿Por qué?

Se hace tarde. Las sombras serpentean, de prisa, hasta el extremo rojizo de la arcada, más allá del enrejado. Se encienden los candiles y las farolas que dan a la calle. El jardín de San Fernando, como en una majestuosa disolvencia cinematográfica, se abre al murmullo de los pájaros y al de una decena de jóvenes en situación de calle que se disponen a pasar allí la noche. Es tiempo de salir.

Poco a poco se han ido borrando los recuerdos de aquella visita al panteón de San Fernando. Me cuesta trabajo recordar el muro de los infantes o la tumba vacía de Isadora Duncan. Apenas recuerdo la cripta de don Simón Gutmann —¿habrá sido pariente de mi dentista?— …la de Vicente Guerrero o la de Ignacio Zaragoza. Pero la que no se borra de mi memoria es la de don Tomás Mejía, con su estrella judía labrada en la piedra, rodeada de cruces que la miran y resguardan. Y claro, me sigo preguntando: Si don Tomás era tan católico —mocho de deveras— ¿qué estaría haciendo una estrella de David allí?