JACOBO ZABLUDOVSKY/INFORMADOR.COM

Con toda su grandeza, la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos no iguala la alegría de un Londres más seductor que nunca.

Todo mundo está en todas partes celebrando un fin de semana en que el sobrio weekend inglés se transforma en una verbena gigantesca. Si Hemingway llevó París sobre sus hombros como una fiesta por haber sido joven allí, los congregados hoy aquí llevarán el recuerdo de esta cita por el resto de sus vidas.

El viernes la ceremonia de apertura fue resultado de una preparación larga, minuciosa, compleja y recluida en un estadio, pero la otra tarea, la tarea sin límites, sin horizontes ni horario empezó hace siglos paso a paso, ladrillo a ladrillo, casa por casa, en una especie de colmena abierta a los cuatro vientos, construida y puesta en marcha por generaciones dedicadas a lograr que esta población viva y disfrute no solo en ocasiones especiales, sino siempre, como una manera de probar que la ciudad es el mejor invento del hombre.

La gente se desbordó antier y ayer por las dos riberas del Támesis, se perdió en las callejuelas y jardines, almorzó fish and chips comprados en cucuruchos de papel, sacó sus pintas de cerveza de cualquier pub, brindó con desconocidos y dejó los tarros vacíos en la tapa de algún viejo barril convertido en mesa real.

Hay opciones para todos los gustos. Si se quiere disfrutar de una historia divertida y reveladora del cine está el Museo de la Imagen Móvil, en la atmósfera de las viejas salas cavernosas, donde a partir de las primeras fotografías del siglo XIX se llega a lo que hoy es el espectáculo más popular del planeta. Cerca, la antigua central eléctrica de Londres se adaptó a museo de arte moderno y en su cuarto de turbinas caben piezas tan voluminosas como los depósitos de gasolina de la vieja fábrica de electricidad, elevados a obras de arte. La Tate crece y ahora se recuperan otras instalaciones abandonadas durante décadas. Enfrente el puente de Calatrava, el arquitecto español. Más allá la Torre de Londres la polifonía inacabable.

Un funicular inaugurado hace unos días cruza el río y ofrece la vista más impresionante de la ciudad. Corrijo: la segunda vista más impresionante porque la primera, la más popular y visitada, es London Eye, el ojo de Londres, la rueda de la fortuna más grande del mundo, con su altura de 135 metros y capacidad para 800 pasajeros por vuelta completa de media hora.

La crónica de estos días en la capital inglesa la puede hacer un cronista de viajes armado con una guía de turistas.

La plaza Trafalgar es chica para tanta gente que ahora pasea, la noche de San Silvestre recibe el año nuevo, en jornadas turbulentas protesta y grita y convoca tantos manifestantes que la policía hizo construir dos enormes fuentes como recurso para bajar la densidad de los manifestantes y hacer más fácil controlar a los violentos. La Nacional Galery, entrada gratis, exhibe sus tesoros y en torno a la columna de Nelson se cruzan los caminos históricos de la Gran Bretaña.

Estos caminantes cautivados no saben que hace unos 70 años, cuando Inglaterra se enfrentaba sola a la maquinaria de guerra más poderosa creada hasta entonces, los alemanes habían preparado el traslado de la columna con todo y Nelson a Berlín, para exponerla como símbolo de la supremacía racial germana. Poca agua había pasado bajo el puente de Waterloo cuando en esta misma plaza, al pie de la columna y a la sombra del bronce del almirante, Winston Churchill anunciaba la rendición incondicional de los nazis y sus cómplices.

Muy cerca, Picadilly Circus fue cerrada ayer por el río humano que la inundaba con sus calles de teatros, cafés, cines y librerías. Picadilly significa collares que ahí se vendían en el siglo XVII. Su espacio circular (circus) es meeting point de viajeros, especialmente mochileros en busca de otros jóvenes, paso bullicioso, garabato de veredas donde una manera de sobrevivir es obedecer el consejo en el asfalto de cada esquina: look left, look right.

Londres febril, diverso, intenso y concentrado, ciudad abierta a las multitudes congregadas por unas competencias deportivas mundiales, es algo mucho más que unos estadios y céspedes afeitados para el bote de pelotas. Ofrece al visitante curioso todas las posibilidades de un placer más allá de la competencia deportiva efímera: sus habitantes de todas las épocas escondieron en miles de lugares secretos los testimonios de la inteligencia, pruebas mágicas del ingenio, la imaginación, la educación y la cultura. Están en todas partes. Tal vez en un palacio, quizá en la boca del metro. En una piedra o en la lluvia.

Solo hay que descubrirlas.