LEÓN OPALÍN PARA ENLACE JUDÍO

Tiempos Difíciles

La producción de la fábrica de trajes que tenía en los sesentas estaba comprometida a través de maquila con los tíos de mi esposa; sólo elaboraba algunos sacos de hombre por mi cuenta que vendía a los propios tíos y a un reducido número de clientes.

Fabricar para un solo distribuidor me hacía estar en desventaja por que era vulnerable a sus demandas, frecuentemente irracionales, hecho que provocaba atrasos en la producción y en la liquidez de la empresa.
No obstante, nunca dejé de pagar puntualmente la nómina a más de 100 trabajadores que empleaba directamente y a los maquileros que elaboraban los pantalones de los trajes. Ocasionalmente difería por una semana o dos el pago a proveedores de insumos: entretelas, forros, broches, botones, ganchos, cubre trajes de plástico y hombreras, entre otros.

Para atenuar la dependencia de un solo cliente, formé otra empresa que establecí en la calle de 16 de Septiembre, en el Centro de la ciudad, cercana a mi fábrica; era básicamente un despacho de corte de pantalones y sacos que daba a maquilar. Invité a un conocido, cuyo padre era amigo del mío, para que se asociará conmigo; yo aporté el capital y el se encargaría de las ventas, además de que no abandonaría el trabajo que tenía en aquel entonces. Contratamos a una joven judía como encargada; sin embargo el negocio no prosperó, “mi socio” no fue entusiasta en el desarrollo del mismo, yo sólo le podía dedicar pocas horas a la semana, en virtud de que mi fábrica, la escuela y mi familia, absorbían gran parte de mi tiempo.

Cualquier joven se hubiera sentido privilegiado de poder iniciar un negocio en esa época con únicamente contribuir con su talento, entusiasmo y esfuerzo. Tuve una pérdida económica relativamente significativa por el despacho, básicamente derivada de la inversión en las instalaciones, pago de rentas y en menor proporción erogaciones por concepto de salarios. En el presente, los negocios en México también enfrentan un insuficiente espíritu empresarial, el cual es fundamental para el progreso del país.

La empresa, al final de los sesentas, me generaba un ingreso para tener un nivel de vida desahogado; sin embargo, sentía que por sus limitadas dimensiones, subutilizaba mis capacidades; además, mi relaciones de negocio, en su gran mayoría, eran con individuos de limitado nivel cultural y poco refinados en su trato; este entorno contrastaba con mi personalidad y aspiraciones. Tampoco el ambiente laboral era muy alentador; el personal arrastraba una carga cultural negativa de varias generaciones que no los motivaba a la superación, fenómeno que persiste en el presente, particularmente a la luz de que muchas compañías han suprimido prestaciones sociales y limitado los programas de capacitación.

En este sentido, recuerdo a un trabajador que estaba especializado en pegar las mangas a los sacos, labor que hace cuarenta años se realizaba de manera manual y que era compleja; el que pegaba las mangas era calificado como “maestro” y tenía un salario de más de cinco veces a la media del resto de los trabajadores. En este ámbito, siempre le decía al aproximarse la temporada fuerte de fin de año: “Clemente, hay que echarle ganas al trabajo para que cumplamos con los pedidos y usted pueda tener un ingreso mayor para irse de vacaciones con su familia a Acapulco”; su respuesta me dejaba anonadado, “y yo para que necesito ir a Acapulco”; esta actitud reflejaba una ausencia total de aspiraciones. Me imagino que él destinaba esa percepción adicional para realizar una “pachanga”; era cuestión de valores.

Por otra parte, empezaba a cansarme de la extorción de la que era objeto por parte de diferentes dependencias del gobierno, que a través de inspectores, realizaban visitas periódicas a la fábrica en las que invariablemente “encontraban supuestas irregularidades” por las que el negocio era sujeto a multas o la condonación de las mismas si el patrón “entraba al moche” ; otra vez el asunto era cuestión de valores y cultura, o más bien, ausencia de ambos.

En este contexto, la economía de México empezaba a mostrar signos de debilidad; el modelo económico aplicado por décadas empezaba a “hacer agua” frente a la nueva realidad del país, lo cual afectaba negativamente a las empresas, y por supuesto a la mía también. De hecho, en 1971, cuando ya estaba en funciones la Administración populista del Presidente Luis Echeverría, se presentó un estancamiento de la actividad productiva que en ese periodo se denominó “atonía”. La medidas inadecuadas que instrumentó el gobierno de Echeverría, particularmente la expansión del gasto público y la participación creciente del Estado en la actividad productiva; su política anti empresarial; la expropiación a particulares de tierras agrícolas y ganaderas, provocaron una crisis. También Echeverría tuvo un desafortunado manejo de las relaciones con el exterior, que entre otros hechos, en la Asamblea General de la ONU de 1971, equiparó al sionismo con racismo. El sexenio de Echeverría se caracterizó por un exiguo crecimiento económico; la generación de fuertes presiones inflacionarias; un déficit en las finanzas públicas sin precedentes, y sustanciales devaluaciones de la moneda, todo ello originó malestar social.

En este marco, tuve desánimo para continuar mi actividad empresarial; asimismo, se registró un factor de mayor trascendencia para cesar las operaciones de mi fábrica en 1969. Mi padre tuvo cáncer de colon en ese año; su enfermedad fue sumamente dolorosa, estuvo bajo tratamiento intensivo durante meses en un hospital privado. El desarrollo de la ciencia médica en esa época fue insuficiente para mitigar sus sufrimientos, y menos, para salvarle la vida. Mi familia y yo pasamos todo el tiempo a su lado en el hospital; nuestro desgaste físico y emocional fue muy grande.

Igualmente, fue muy alto el costo de los tratamientos que se le aplicaron, el de los médicos, enfermeras y el hospitalario. No teníamos seguros de gastos médicos mayores, casi en su totalidad los cubrí con mis recursos. Su agonía fue terrible, cuando registró su último suspiro, en la madrugada del 27 de julio de 1969, fui el único familiar presente. Sentí que él descansó de su sufrimiento, y nosotros también.

El único hermano que tenía mi padre, vivía en Nueva York; había salido de Polonia con su madre y su padrastro, quien lo adoptó antes de la Segunda Guerra Mundial. Estuvo en México en 1969 para acompañar a mi padre durante su enfermedad; no obstante, después de una semana de permanencia en el país, no resistió ver el cuadro de dolor que vivíamos y se regresó a Nueva York.

La muerte de mi padre representó el segundo deceso de mi familia en México; el primero fue el de su hermano Bernardo, en noviembre de 1937, yo aún no había nacido. El tío Bernardo no pudo traer de Polonia a su esposa, que era hermana de mi madre, y a su pequeña hija, ambas murieron asesinadas por los nazis. Decenas de familiares, por parte de mi padre y de mi madre, sucumbieron en el Holocausto; ¿como es posible que hoy día existan personas que nieguen el más infausto hecho de la humanidad?

En el ámbito de mi negocio, mi padre fue el principal apoyo técnico que tuve; así, consideré que sería muy difícil continuar sin su presencia. Adicionalmente, había concluido mi carrera profesional, y no la había hecho para colgar un titulo en mi estudio, desde su inicio tuve intensiones de ejercerla.