LEO ZUCKERMAN/EXCELSIOR

24 de agosto 2012-

Nunca he considerado mis argumentos como verdades absolutas. Por ello, siempre he acompañado esta columna con mi correo electrónico y dirección de Twitter para escuchar lo que tienen que decirme los lectores. En no pocas ocasiones, me he enfrascado en buenas discusiones con gente que tiene opiniones diferentes a las mías. A veces me han convencido.

Comento esto porque, durante la campaña electoral pasada, un ciudadano enamorado de López Obrador se dedicó a mandarme correos cuando me atrevía a criticar a este candidato. La consigna era clara: al perredista no había que tocarlo ni con el pétalo de una rosa. AMLO no podía equivocarse, y punto. Por cierto, cuando le daba la razón a su héroe, el susodicho enviaba con prontitud un correo alabando mis dotes analíticas.

Al principio, decidí establecer una comunicación con esta persona. Correo que venía, correo que le contestaba tratando de razonar con mis argumentos. Sin embargo, pronto me di cuenta de que no me estaba escuchando. Un estimado colega —que vio los intercambios porque el personaje en cuestión mandaba sus escritos con copia a una larga lista de comunicadores, analistas y amigos— me sugirió un día que ya no le respondiera porque él había hecho lo mismo y había resultado un caso perdido.

Tenía razón: el susodicho no razonaba sino que actuaba por consigna. Rumbo al final de la campaña encontré un correo de esta persona (mantengo en secreto su nombre porque creo en el derecho que tienen los ciudadanos a la privacidad) donde le enviaba a sus amigos una lista de todos los analistas “decididamente antipejes”, considerados “fanáticos” o “vendidos”, que había que desenmascarar ante la opinión pública. Nótese ya el nivel de intolerancia.

Olas van y olas vienen con andanadas de correos donde el mismo personaje me pide que “no fomente más el odio y la crispación”. Uno de sus amigos lo apoyó diciendo: “La actitud de personajes como el señor Zuckermann ha creado un clima de incivilidad que puede llevar a la violencia de cualquier otro fanático, por lo que hay que hacerlos responsables de ello si así ocurriera”. Ahora resulta que, por decir lo que pienso, soy un fanático sedicioso que podría ser responsable de los posibles actos de otros fanáticos. ¿En contra de quién? ¿Me incluyo en la lista?

En el proceso de discutir y resolver nuestras diferencias, los individuos tenemos cuatro opciones:

1. Escuchar los argumentos de otros y estar dispuesto a cambiar de opinión si el otro presenta mejores razonamientos.

2. Escuchar los argumentos de otros, pero de ninguna forma abrir la posibilidad de convencerme porque de entrada considero mi postura como la mejor de todas.

3. Ni siquiera escuchar los argumentos de otros porque no vale la pena hacerlo.

4. Escuchar a los otros, pero exigir que se callen la boca porque sus argumentos son sediciosos y, de pasada, amenazarlos.

En lo personal, siempre he estado comprometido con la primera opción, pero, en esta labor de analista, a veces he tenido que enfrentarme con gente que ejerce la segunda, la tercera y la cuarta. A estos últimos les reitero que no me van a amedrentar y solicito que busquen a los culpables de la crispación actual en los políticos y no en quienes los analizamos.