LA VANGUARDIA

El guardacostas israelí grita en árabe: “Ya Shabab, jóvenes, cuidado que las corrientes del mar son muy fuertes”.

Estamos en la playa de Tel Aviv y hay miles de palestinos de Cisjordania que se bañan por primera vez en sus vidas en las aguas del mar. Los hombres visten un bañador normal. Algunas mujeres están totalmente vestidas dentro del agua y su cabeza esta cubierta por un velo, otras visten bañador, pero todas observan con curiosidad a las israelíes que lucen modernos bikinis.

Cada día cruzo el que siempre me pareció un paseo de coexistencia, que une el sur de Tel Aviv con la zona árabe de Jaffa, una de las principales áreas de la ciudad israelí. Es como un gran barómetro de la atmósfera en la región. En las épocas más tranquilas, como la actual, es un punto de encuentro de árabes israelíes y cristianos, que se pasean, de judíos laicos que hacen deporte o acuden a los populares bares de las playas, de familias que hacen picnic sin que se pueda distinguir su origen, de inmigrantes irregulares sudaneses o eritreos, de parejas de novios judíos ultraortodoxos que se sientan en los bancos frente al mar y de turistas de los cuatro rincones del planeta que esperan pacientemente con sus cámaras para perpetuar la bellísima puesta del sol en el mar Mediterráneo.

A principios de verano empecé a ver decenas de autobuses con palestinos de Cisjordania que, por primera vez desde el estallido de la intifada en el año 2000 y de cientos de intentos de atentados suicidas en Israel, recibían permiso para entrar en el país y pasar el día en Tel Aviv. Para gran parte de ellos es la primera vez que ven el mar.

En el verano del 2010 y del 2011 la escritora pacifista israelí Ilana Hamerman y decenas de mujeres judías, activistas en el grupo No Obedecemos, organizaron un acto de protesta civil. Entraron ilegalmente en Cisjordania y convencieron a cientos de mujeres palestinas a infiltrarse ilegalmente en Israel con un solo objetivo: pasar el día en la playa por primera vez en sus vidas. Hamerman y sus compañeras las disfrazaban de israelíes, maquillándolas, trayéndoles vaqueros y gafas de sol y engañaban a los soldados en la frontera.

Su acto abrió las fronteras de Cisjordania en el 2012 a los 300.000 palestinos que visitan Tel Aviv este verano. Esta pasada semana, al finalizar el Ramadán, se produjo quizá el momento más sorprendente. Los civiles y militares israelíes que mantienen un contacto fluido con sus homólogos palestinos, el llamado “segundo rango” de las autoridades, recomendaron al Gobierno de Jerusalén flexibilizar aún más los criterios de entrada de Cisjordania, aumentando el número de trabajadores palestinos en Israel a más de 100.000, anulando puestos de control militares estratégicos en Cisjordania y permitiendo la entrada al país de un mayor número de visitantes palestinos. Es así como casi 20.000 habitantes de cada una de las siete ciudades de Cisjordania se organizaron la semana pasada en autobuses para acudir a los jardines de Charles Clore en Tel Aviv.

En el sur de la ciudad era prácticamente imposible circular en los últimos días. Una familia palestina mantuvo una conversación espontánea con un grupo de israelíes. “No. No somos árabes israelíes. Somos palestinos de Kalkilia y estáis invitados a venir a nuestra ciudad cuando queráis, como antes de la intifada”, explicó un hombre de unos 50 años. Su interlocutor israelí miró estupefacto y le contesto con una de las únicas palabras en árabe que conoce: “Inchala” (ojalá).

Al mismo tiempo, un grupo de chicas palestinas de Belén, las más religiosas, con velos coloridos sobre su pelo, otras vestidas como cualquier joven judía de Tel Aviv, preguntan al primer transeúnte: “¿Dónde está el centro comercial más cercano?”. “Yo no me voy sin comprar ropa de marca”, afirma una de ellas.

Otro grupo de jóvenes palestinos se aventuran en la zona de pubs. Ahí se beben una cerveza y compran varias botellas de whisky. Cuando se dan cuenta que les miro con curiosidad, me comentan tímidamente: “Es que en casa no es tan fácil encontrar alcohol y, además, es más caro”. En esta zona israelíes de todas las edades corriendo al lado del mar.

“Nunca había visto abuelitos haciendo gimnasia”, sonríe uno de los jóvenes. Otro pregunta al barman si el pueblo de sus abuelos, situado en Galilea, está muy lejos. El israelí le contesta que cree que ese pueblo ya no existe.

Las autoridades intentan quitarle importancia. En Jerusalén temen que la derecha nacionalista israelí haga lo posible para poner fin a este gesto de buena voluntad y prefieren mantener el perfil bajo. El hecho es que miles de palestinos circulan en los últimos días por Tel Aviv prácticamente sin ver un soldado.

Muchas familias palestinas comen frente a delfinario de Tel Aviv. No saben que ahí mismo, hace 11 años, un suicida de Cisjordania causó la muerte de 21 adolescentes israelíes que iban a bailar a una discoteca. Hace poco se conmemoró el aniversario y los ramos de flores aún se apiñan en el lugar. Un grupo de niños palestinos juega felices al lado, sin conocer su historia.

Padres de familia de Cisjordania que en los años ochenta y noventa trabajaron en Israel, en la construcción y el turismo, miran sorprendidos como en pocos años surgieron en la zona costera un centenar de rascacielos. Mientras, el guardacostas israelí desde su torre de vigilancia pide en árabe a la multitud: “Bebed agua, hace mucho calor y uno se deshidrata con facilidad”.

Ahmed, de 27 años, padre de tres hijos y en el paro desde hace cinco años. caminando hacia el autobús que llevará de vuelta a su familia a su casa en Yenín y a la difícil realidad política y económica en la que vive, se pregunta: “¿Volverán a abrir la frontera para que podamos repetir o será sólo un espejismo de verano?”.