JACOBO ZABLUDOVSKY/EL UNVERSAL

Se juntan dos presidentes: uno se va, otro llega y acuerdan un proceso terso en la entrega del poder. Terso es el adjetivo usado para explicarnos cómo harán el relevo del gobierno federal. El diccionario de la Real Academia Española nos dice que terso viene del latín tersus, participio pasado de tergere, limpiar. Debemos entender que la intención, producida tal vez por algún reflejo freudiano, no es precisamente esa, la de limpiar, aunque la falta de encargados de la educación pública en la lista de futuros funcionarios, dada a conocer el miércoles, puede ser causa de algún tropezón gramatical, o quizás efectivamente se propongan limpiar, tarea nunca excesiva y siempre oportuna.

El compromiso de los mandatarios de protagonizar un acto terso viene a refrescar el desgastado lenguaje político mexicano. Lo terso llega como aire fresco, se instala como pez en pecera y enriquece el vocabulario de nuestros hombres de Estado. Es el más sólido presagio de que algo nuevo se aproxima. Terso, define el diccionario de la RAE, es lo “limpio, claro, bruñido, resplandeciente, liso, sin arrugas. Dicho del lenguaje, del estilo, etcétera: puros, limados, fluidos, fáciles”. Pácatelas. Esta adquisición pasó inadvertida para los editorialistas carentes de tersura, cualidad de lo terso, incapaces de advertir la novedad más notoria del acto oficial: la incorporación de una inesperada idea a la política contemporánea.

Esperábamos otra cosa. Algún asomo de preocupación por los graves problemas de México y los mexicanos, una alusión al desempleo, la inseguridad, la corrupción, la injusta distribución de la riqueza, la anarquía en el crecimiento de las ciudades, el rescate del campo, la garantía de educación, techo, alimentos, médicos y medicinas para millones carentes de lo indispensable.

Inmersos en la tempestad casi delirante del autobombo presidencial elevado al abuso sin precedentes, el gobernante que vela sus armas antes de lanzarse a desfacer entuertos debería marcar su rayita, decir hasta aquí llego y empezar a abrir su distancia de quien le entregará, con la casa, los problemas no resueltos, las cuentas por comprobar, los trastes sucios, la basura bajo el tapete, el clóset lleno. De la posible responsabilidad en 100 mil muertes a lo dilapidado en monumentos ofensivos, lo abarcado incluye toda la gama de la sospecha, donde lo terso ya no es limpio, claro, bruñido, resplandeciente ni liso y en materia de arrugas faltarán planchas para quitarlas.

Aunque la anunciada tersura sólo se refiriera al protocolo ceremonial, a la entrega de la estafeta, a un acto sin fondo producto sólo de la pura forma, no debiera relegarse al hechizo de la liviandad (nótese la obvia y contagiosa influencia de Agustín Lara que nos lleva de lo terso a la párvula boca, a lo azul como una ojera de mujer), porque el riesgo está en confundir lo efímero y transitorio de una mudanza con lo permanente de un inquilinato sexenal. En otras palabras: más necesitamos lo áspero de la verdad que lo seductor de lo respetuoso según el manual de Carreño.

El viernes, día siguiente a la reunión de Los Pinos, asoma una declaración del presidente electo: “No podemos permitirnos que más de la mitad de los mexicanos vivan en condiciones de pobreza… bajo la pobreza alimentaria, en la duda, en la incertidumbre de si tendrán qué comer cada día”. Ah, caray, no coincide con los spots del patriarca en su otoño, cuando informadores independientes (los hay, los hay) descubren una red de corrupción en los servicios aéreos de, nada menos, la Procuraduría General de la República; el dato de que 56% de los mexicanos repudian las encuestas electorales; la economía mexicana tiene una deuda como nunca con pasivos de más de 204 mil millones de pesos, mientras, cereza del merengue, cuelgan cuatro cadáveres de uno de los puentes más transitados de San Luis Potosí.

Dejemos terso el blanco diván de tul que arrullará tu exquisito abandono de mujer y volvamos a la política tradicional, histórica, internacional, la de siempre, la que pasa a la báscula el peso de lo heredado de gobiernos anteriores y escudriña para juzgar y exigir rendimiento de cuentas y no despertar sospechas de complicidad (insinuación de El País el mismo viernes) o de encubrimiento a cambio de favores inconfesables.

Un presidente electo es siempre una esperanza y no debe obligarse a lo terso sino a todo lo contrario: a la tarea tempestuosa, desapacible, combativa, máxime cuando los votos que lo llevaron a un primer lugar bajaron al tercero a quien se prepara a suceder. Un clarísimo deseo popular de cambio.

Debe saber que las rondas no son buenas, hacen daño, causan penas y se acaba por llorar.