SILVIA CHEREM S.

Fueron simplemente hijos de inmigrantes judíos que llegaron de distintas latitudes, niños que nacieron en México entre 1930 y 1950, “güeritos” que crecieron sin abuelos y sin raíces, que hicieron esfuerzos para integrar lo judío a un entorno cristiano de piel morena. Unificados en el desconcierto, nacieron en cuanto “a patria como hojas en blanco”.

Niños que crecieron en vecindades jugando al trompo, a los huesitos y a la lotería con el hijo del electricista, del torero que salía con traje de luces, o del marchante que vendía zapotes o guayabas en el mercado de La Merced.

Niños que rezaron en el shul de Justo Sierra y migraron, tiempo después, de Jesús María a la Hipódromo Condesa, a la Roma, Narvarte y Del Valle. Niños polacos o rusos, como les llamaban, que vestían choclos bicolores, disfrutaban vacaciones familiares en Cuautla o en los balnearios de Agua Hedionda. Niños que asistían a las luchas, que aprendieron a cantar serenatas, que guardaban sus domingos para asistir a las permanencias voluntarias del cine, que festejaban los quince años con vestidos pomposos y un séquito de chambelanes-cadetes.

Niños que partían piñatas y pedían posada en Navidad. Niños que conocieron el español a través de sus nanas indígenas –Eufrasias, Etelvinas y Clotildes, cobijadas en un mundo redentor de magia y superstición–, personajes cruciales en la asimilación de lo mexicano, mujeres que, en muchos casos, llevaron a bautizar a los pequeñitos a su cargo, a fin de salvar sus almas del infierno esperado. Niños que escucharon en algún sermón dominical que los judíos eran los-culpables-de-haber-crucificado-a-Jesús. Niños judíos asfixiados en el silencio, temerosos de divulgar el secreto de su identidad.

Niños que conjuraron la soledad en la calle, reconociendo que su judaísmo resultaba un traje incómodo en un México católico y guadalupano. Niños que fueron construyendo su presente con cascajos de silencio, que se deslindaron de su historia, que perdieron la lengua de sus padres, heredaron cenotes de silencio, se mecieron en su herencia y buscaron pertenencia bajo el cobijo colorido del zarape mexicano…

*Fragmento del texto leído en la presentación del libro “Judíos por herencia, mexicanos por florecer” de Paloma Cung Sulkin en el Museo Nacional de Antropología, el pasado 6 de septiembre de 2012.