ESTHER SHABOT/EXCELSIOR

Por más que poseer poder político sea una droga adictiva y sumamente placentera, es dudoso que en las circunstancias actuales el nuevo presidente egipcio, Mohamed Mursi, esté disfrutando mucho de su puesto. Un somero recuento de los desafíos a los que se enfrenta, bien puede ilustrar tal situación: sigue vigente la tensión de su gobierno con la jerarquía militar que condujo el proceso de transición post Mubarak, pero que ha sido despojada por Mursi de parte importante de sus privilegios y atribuciones; se profundiza la crisis económica de Egipto, que con sus 82 millones de habitantes padece una inmensa tasa de desempleo que afecta sobre todo a su nutrido sector de jóvenes; constituye un reto cotidiano el mantenimiento del difícil equilibrio entre la ideología islamista y antioccidental característica de la Hermandad Musulmana —que es de donde provienen Mursi y la mayoría de sus operadores cercanos— y la necesidad pragmática, fruto de consideraciones económicas y geoestratégicas, de conservar una relación aceptable con Estados Unidos, la Unión Europea e incluso Israel, país con el cual Egipto firmó la paz durante la era de Sadat.

El violento ataque contra la sede diplomática estadunidense en El Cairo por parte de una turba de manifestantes indignados por el filme La inocencia de los musulmanes constituyó sin duda un episodio que mostró la difícil situación en la que se halla Mursi. Porque si bien muy probablemente él y su organización coinciden en la indignación por la blasfemia inherente a la película, por el otro lado es evidente que en aras de los intereses del país no podía darse el lujo de permanecer impasible e inactivo ante la avalancha contra la embajada.

Y otra área que representa sin duda una “papa caliente” para el régimen de Mursi es la situación en la Península del Sinaí. Ésta fue devuelta a Egipto por Israel a principios de los 80 —como parte de los acuerdos de paz firmados en 1979— y desde entonces los líderes de las tribus beduinas ahí residentes comenzaron a expandir su autoridad en la región. Mubarak consiguió un relativo control sobre ellos, pero a partir del derrocamiento de éste, la zona se vio envuelta en un caos en el que desaparecieron la ley y el orden. Cerca de 23 mil presos que escaparon de diversos penales durante las revueltas se refugiaron entre los beduinos, generando ahí focos de delincuencia múltiples. Por ejemplo, en la ciudad de El Arish, residentes locales han estado atacando constantemente estaciones policiacas, al tiempo que han florecido células jihadistas incrustadas en los poblados beduinos e interesadas en aprovechar la anarquía reinante en la zona para sus fines. El caso más sonado fue el del 9 de agosto pasado cuando jihadistas atacaron una base militar egipcia en el Sinaí, matando a 16 soldados egipcios y robando dos vehículos armados con los que intentaron cruzar hacia Israel, donde fueron neutralizados por el ejército de ese país.

Situaciones como la anteriormente relatada son las que han causado una insólita, aunque discreta, colaboración entre el gobierno de Mursi y el israelí: con la aprobación de éste último, Egipto lanzó ataques con helicópteros contra blancos jihadistas en El Arish y otras áreas cercanas, además de que, modificando términos del acuerdo de paz entre Israel y Egipto, éste aumentó con la anuencia israelí su presencia militar en la península. Ambos gobiernos comparten el interés por restaurar el orden en la zona en vista de la amenaza que significan las bandas jihadistas y criminales para los dos países, situación que está obligando a un acercamiento entre la Hermandad Musulmana de Mursi y el gobierno de Jerusalén. Ésta es, sin duda, una situación extraña y paradójica, ideológicamente hablando, pero necesaria de acuerdo con las necesidades de seguridad y estabilidad de las dos partes. Mursi está obligado, así, a seguirla haciendo de hábil equilibrista para lograr sortear las numerosas minas subyacentes en los terrenos que pisa.