EZRA SHABOT/EL UNIVERSAL

A la memoria de Alonso Lujambio

Los regímenes autoritarios de un solo partido, que de una u otra forma legitimaron su actuar bajo el principio de la existencia de una verdad absoluta encarnada en uno o varios caudillos, tuvieron necesariamente
que desligarse de esa expresión histórica para poder avanzar hacia la democracia representativa en el mundo occidental. Desde los regímenes herederos del fascismo en España, Portugal y Grecia, hasta las
dictaduras comunistas del bloque soviético, la ruptura fue indispensable para que parte de esa clase política sobreviviera el cambio democrático que se produjo.

En Latinoamérica, las dictaduras militares desaparecieron sin dar continuidad política a sus impulsores y beneficiarios. El régimen de la Revolución Mexicana fue el único que transitó de un modelo cerrado y hegemónico de partido único, a uno abierto y democrático sin tener que declarar abiertamente la ruptura con el pasado.

Para la clase política priísta el cambio fue producto de una evolución natural que transformó el viejo sistema cerrado en uno abierto y con mayores posibilidades de participación. Esta idea de no ruptura, que fue secundada por los gobiernos panistas de la alternancia, dejó intacta una buena parte de la estructura corporativa y arcaica, principalmente en las gubernaturas de los estados y en los sindicatos de burócratas.

Al amoldarse los panistas a esta realidad, los mecanismos corporativos consiguieron evitar las reformas de fondo que hubiesen desmantelado el anacrónico sistema priísta de control político, y con ello transformado
de raíz la estructura socioeconómica de México. Cuando hoy Peña Nieto y el PRI regresan a la Presidencia y reciben como regalo dos iniciativas de ley provenientes del panista Calderón, y en donde se pretende por un
lado amarrarle las manos a los gobernadores y por otro quitarle el control a los sindicatos para modernizar los mecanismos de contratación y transparencia en el uso de recursos públicos que reciben los liderazgos de estas asociaciones, es cuando la prueba de la ruptura con el pasado se pone a prueba para los priístas.

Una reforma que no afecte los intereses de las cúpulas sindicales al no restarles fuerza frente a sus propios agremiados y permitir así mayor libertad de los propios trabajadores para decidir sobre cuál es el mejor
interés para ellos mismos, no cambiará nada y será sólo un compromiso político más que no modifique las relaciones laborales en el país. Lo mismo en lo que atañe al manejo del gasto por parte de los gobernadores,
cuya deuda ya alarma a las calificadoras de riesgos por la falta de información sobre su magnitud, y por la carencia de fuentes de financiamiento adecuadas para hacerle frente.

La reticencia del PRI para romper con el pasado se explica por el peso que significa todavía dentro del partido y en el propio gobierno federal la presencia de gobernadores autónomos ya no subordinados al presidente, y el poder que poseen principalmente los sindicatos de petroleros y maestros, y su capacidad de imponer condiciones políticas al propio primer mandatario. Los golpes a estos grupos durante la administración de Salinas fueron viables, porque el presidencialismo absoluto todavía funcionaba como mecanismo de toma de decisiones desde la cúpula y hacia la parte baja de la pirámide de poder.

De la profundidad con que se acuerden las reformas hoy en el Congreso, dependerá no sólo la eficacia de las mismas, sino también la relación entre Peña y sus legisladores a través de Beltrones y Gamboa. Si bien es
cierto que las iniciativas preferentes fueron enviadas por Calderón al Congreso, el éxito de éstas será interpretado como la primera victoria de un gobierno que, sin estar todavía al frente de sus responsabilidades, consigue operar lo que 12 años de panismo fueron incapaces de lograr: la aprobación de las primeras reformas de gran calado capaces de transformar la estructura política y económica del país.