RAFAEL ARGULLOL/EL PAÍS

Si usted atraviesa la población de Murg, en Saint Gallen, al norte de Suiza, en un coche que bordee el hermoso lago, tiene posibilidades de ver a Dios paseando tranquilamente entre las nubes, o esto es lo que ha informado, como es bien sabido, el servicio cartográfico de Google, dando detalles, incluso, de las coordenadas exactas del morador divino. Es cierto que esa noticia ha llegado en medio de informaciones asombrosas de la rival Apple, en cuyos mapas, recién estrenados, podía encontrarse una estación del metro de Buenos Aires en el desierto, el río Ebro en Río de Janeiro o la Costa Brava en Sudáfrica, datos sensacionales todos ellos pero menos, si somos justos, que encontrar la morada del Creador y, además, obtener una imagen de su paseo. Lo que se le negó al pobre Moisés, allá en el monte Sinaí, cuando solo pudo contemplar una zarza ardiente, se nos ha otorgado a nosotros, gracias a nuestros modernos profetas.

La imagen está ahí, atrapada en la red, como la mosca en la telaraña, y ya no va a desvanecerse, por mucho que se rían los escépticos. En lugar del monte Sinaí, o del Ararat, o del Olimpo —sede de su rival Zeus— el Dios bíblico de Google ha sido localizado inesperadamente en un lugar mucho más apacible, en un país rico, neutral y sin guerras. Pronto se ha dicho que eso que se veía en la imagen no era Dios sino una mancha, o una distorsión óptica, y que, por tanto no había que darle ninguna credibilidad, pero lo decisivo es que mañana —o quizá ya ha ocurrido hoy— un estudiante incorporará la información y su imagen a la sucinta bibliografía con que acompañará su trabajo de fin de curso, con la ulterior aprobación, tal vez, del profesor.

De hecho, cada vez es más habitual que se considere fuente de autoridad cualquier cosa atrapada en la red, sin que sea necesario que un autor sea responsable del texto o la imagen invocados. Ya se ha hablado mucho de la posible malignidad de un método de ese estilo, desde la naturalidad del plagio hasta la impunidad de la calumnia y la injuria. Sin embargo, se ha comentado mucho menos el efecto simétrico: una suerte de ingenuidad que da por bueno e irreversible cualquier hallazgo sin necesidad de formular demasiadas preguntas. De noticia en noticia, lo que antes era misterioso, y complejo, ahora se revela en su desnuda sencillez, en su banalidad.