Enlace Judío México e Israel- El 18 de octubre, en la Residencia de Austria, la historia intentó redimirse: Austria galardonaba con la Insignia de Honor de oro al mérito a un hombre que, siendo niño, tuvo que huir de esta nación, su patria, porque estaba por ser exterminado como plaga.

“Esta persecución llegó hasta el Holocausto apenas unos años después. Cabe mencionar que desde antes de la anexión existía un fuerte antisemitismo subyacente en Austria. Sin embargo, fue hasta después de la anexión, que éste llegó a desarrollarse desenfrenadamente. De las organizaciones nacionalsocialistas fue usado explícita y deliberadamente en los pogromos que llevaron a cabo”

Peter Katz fue uno de los niños del Kindertransport, el tren donde padres desconsolados subieron a sus hijos para salvarlos de las garras de la bestia nazi.

A pesar de su trágica historia personal, del asesinato de sus padres y casi todos sus familiares, Peter siempre intercedió a favor de los intereses austriacos y trabajó activamente para una imagen positiva de Austria en México. Por ello, el Presidente Federal de Austria, Dr Heinz Fisher, tomó la decisión de otorgarle la condecoración.

“Como austriaco, y como Embajador de Austria, lamento profundamente lo que tuvieron que aguantar usted y su familia, y todos los conciudadanos judíos después del anexo de Austria al Tercer Reich el 13 de marzo de 1938, a causa de los alemanes y austriacos. Vivieron cosas horribles en aquellos tiempos. El Holocausto, en el cual fueron asesinados sus padres y casi todos los miembros de su familia, es el crimen más grande y más infame en la historia de la humanidad. El Holocausto no sólo trajo indecible sufrimiento humano a nuestros conciudadanos judíos, también ha significado una pérdida humana, cultural e intelectual irremplazable para Austria y toda Europa”.

La cancillería de la presidencia

certifica por medio de la presente que

el Presidente Federal de la República de Austria

ha condecorado

con fecha de decisión del 22 de junio del 2012

al ingeniero Hans Peter Katz,

presidente de la asociación “Sobrevivientes del Holocausto” de México,

con la Insignia de Honor de oro al mérito de la República de Austria.

Viena 22 de junio 2012

Cancillería austriaca de condecoraciones

Hafner

Subdirector del gabinete

Biografía de Peter Katz en palabras de Silvia Cherem

Hans Peter Katz nació en Viena, el 19 de mayo de 1930, hijo de una madre asimilada a la cultura austríaca y de un padre tradicionalista judío, que le ofrecían crecer en un entorno refinado y culto, como antes lo lograron otros personajes como Franz Kafka, Stefan Zweig, Joseph Roth, Teodoro Herzl, Sigmund Freud y músicos como Gustav Mahler o Arnold Schoenberg que se asimilaron a la sociedad vienesa circundante.

Pero el destino les jugó rudo. El 13 de marzo de 1938 Adolf Hitler, quien desde 1933 gobernaba Alemania, anexó Austria a su pretencioso imperio y aplicó de tajo las leyes raciales de Nuremberg.
En las calles vienesas, los nazis encontraron terreno fértil para lavar cerebros e infundir odio, todo se transformó de un día para otro. Por judío, como a muchos otros, a Peter Katz lo expulsaron de la escuela. Los judíos, de cerebro menor, ya no podían estudiar. La publicidad, con su consecuente lavado de cerebro colectivo, fue tan puntual y precisa que muy pronto algunos de sus compañeros, chiquillos como Peter, confundidos entre la masa anónima, lo apedrearon. Inclusive Heinz, su mejor amigo, acató la orden de los mayores, y dejó de hablarle o ir al parque como solían hacerlo.
De nada sirvió sentirse más vienés que judío. De acuerdo a las Leyes de Nuremberg era “judío” el asimilado y el ortodoxo, el pobre y el rico, el culto y el ignorante, el profesionista y el comerciante, el bueno y el malo, inclusive aquel nuevo cristiano que tuvo quizá un sólo abuelo judío. Su sangre –decían los alemanes– lo delataba como miembro de una raza inferior y por tanto era repugnante y peligroso, capaz de infectar con sus genes a otros.

Buscando un medio de supervivencia para la familia, el padre de Katz emigró a París; a la espera, su madre permaneció en Viena con los hijos donde paulatinamente la situación fue empeorando.
El 11 de noviembre de 1938, aconteció Kristallnacht, la Noche de los Cristales, en la que las turbas populares quemaron sinagogas, destruyeron “comercios judíos”, truncaron la esperanza de mejoría. La madre de Peter decidió entonces mandar a su hijo a Bélgica en un tren de la Cruz Roja Internacional financiado por la familia Rotschild, posibilidad de poner a salvo de los atropellos nazis a niños judíos entre 6 y 14 años.

Así comenzó la odisea de Katz, uno más de los 750 niños en el tren que partió rumbo a Bruselas, vía Colonia, el 2 de diciembre de 1938 y cuya vida nunca volvería a ser la misma. Llevaba consigo una petaquita con 15 kilógramos. Su madre, intuyendo que quizá nunca lo volvería a ver, junto con la ropa incluyó fotografías familiares y a pesar de no ser creyente, un libro de rezo. Peter llegó a Bruselas y al igual que los otros niños, fue adoptado por una familia judía que se haría cargo de él por poco tiempo, “sólo mientras Hitler caía”. Buci y Yolanka Lanksner, quienes en principio hubieran preferido a una niña, se interesaron por este pequeño en quien nadie parecía fijarse.

De 1939 a 1946 fueron padres postizos; los verdaderos, mientras tuvieron vida, fueron padres por correspondencia. Las cartas de su padre, largas y colmadas de historias talmúdicas y enseñanzas éticas, llegaron de París hasta marzo de 1942. Las de su madre, más enfocadas a las buenas costumbres –más superficiales, dice Peter– se suspendieron en marzo de 1943. Ambas fechas marcaron el final de la vida de cada uno de ellos.

En Bélgica comenzó una nueva rutina: aprender francés, ir a la escuela, hacer amigos. Pero los alemanes también llegaron ahí. El 10 de mayo de 1940 invadieron y los Lanksner, desesperados decidieron emigrar a Francia, aun nación libre. Junto con otras dos familias judías tomaron un tren que fue bombardeado en la ciudad de Charlesroi por los alemanes. Algunos, entre ellos Peter y sus padres adoptivos, sobrevivieron entre escombros, fuego y muertos.

Emprendieron la huida a Francia a pie. Caminaron quince días. Peter tenía 9 años. Cuando sólo les faltaban 40 kilómetros para llegar a París, los alemanes invadieron Francia. Las carreteras, saturadas de personas que huían a zonas de paz, fueron tomadas por alemanes cuya misión era regresar a los refugiados a sus lugares de origen. Sin esperanza, nuevamente hubo que caminar de regreso a Bruselas. Le dolían los pies, lo invadía profunda tristeza.

Las Leyes de Nuremberg entraron en vigor en Bélgica en 1941. Los judíos debían portar la estrella amarilla como distintivo, cumplir con el toque de queda. Para ellos ya no había alimentos, trabajo o escuela.

A medida que los nazis invadían nuevos territorios, el problema de qué hacer con tantos judíos se agravaba. Tan sólo en Polonia habían aglutinado en guetos y campos de trabajo a tres millones y medio de judíos. Por ello, en 1942, en la Conferencia de Wannsee, los nazis tomaron la decisión de la solución final: la muerte sistemática de los judíos mediante cámaras de gas en campos de exterminio, expresamente construidos para ello.

En Bélgica comenzaron las razzias, la limpieza de judíos para enviarlos a los campos de trabajo y exterminio. Los Lanksne, padres adoptivos de Peter, decidieron buscar un escondite. Como Ana Frank en Amsterdam, Yolanka, Buci y Peter se escondieron, mediante previa paga, en la casa de una amigo de Buci a quien conocía por el negocio de lencería.

Los Lanksner pasaron ahí, sin siquiera ver la luz del día, dos años ocho meses. Peter, de apenas 12 años, conoció a miembros de la resistencia y se convirtió en su correo. A cambio de llevar un paquete de un sitio a otro, le dieron papeles falsos y una nueva identidad. Así Peter fue durante esos años Jean Vandervelde, el muchachito ario que consiguió trabajo en un laboratorio fotográfico.

No faltó la ocasión de que al refugio llegaran los nazis con puntapies y gritos. Escarbaron por la casa, insistían que “olía a judío”. Peter y sus padres adoptivos, se abrazaron temiendo el fin. Después de algunas horas, los nazis se aburrieron de buscar y se largaron con parte de la presa: un muchacho belga, espía de los aliados, que también vivía en la casa; y el propietario del inmueble.
El 3 de septiembre de 1944, tres meses después del Día D, desembarco de los aliados en Normandía, los ingleses liberaron Bélgica. Ese día Peter, que no había soltado una sola lágrima, recuperó el llanto.

Supo que su familia había perecido, absolutamente todos y, aunque los aliados festejaban, era difícil unirse al gozo ante tanto horror.

Como muchos sin patria, sin casa y sin raíces buscó refugio en el idealismo. Formó parte de un grupo de jóvenes que pugnaba por establecer un estado judío en Palestina. Sin embargo, tíos mexicanos encontraron su nombre en la lista de sobrevivientes y, por ser menor de edad, lo obligaron a viajar a México.
A
sus quince años ya no era un niño, había madurado con golpes de ignominia. En México hizo su vida, se hizo ingeniero, comerciante, esposo, padre y abuelo.

Regresó a Europa, decadas después de la mano de sus hijos. Lloró en Auschwitz, lloró por su madre, derramó lágrimas por su padre, lo desgarró el recuerdo y la ausencia. Se preguntó: ¿cuántas lágrimas puede uno derramar por todo un pueblo?