GINA ZABLUDOVSKY KUPER PARA ENLACE JUDÍO

Los recientes datos del INEGI en torno a los resultados de la Encuesta Nacional de Calidad de Impacto Gubernamental 2011, muestran que, para los mexicanos (as), la corrupción es una parte endémica de nuestro sistema político ya que son muchos(as) los que declaran haber tenido que recurrir de forma “muy frecuente“ a la mordida para solicitar un servicio o realizar cualquier tipo de trámite.

¿Cómo es posible que este mal persevere a pesar de la alternancia política que hemos vivido durante los últimos años? ¿Cómo explicar que sigamos padeciendo la corrupción y la falta de transparencia como un mal que perdura?
Esta situación parece ser compartida con otros países de América Latina, que pese a haber transitado de forma más o menos exitosa hacia la democracia, todavía no se han podido desechar las prácticas de soborno y de cohecho que se viven como padecimientos cotidianos.

Para tratar de responder a esta preguntas, conviene re-leer algunos textos que han abordado estas inquietudes a la luz de las definiciones proporcionadas por la sociología y la ciencia política. En esta ocasión comentaré un artículo publicado por Sebastián Mazzuca en el 2002 bajo el título “¿Democratización o burocratización? Inestabilidad del acceso al poder y estabilidad del ejercicio del poder en América Latina”.

En este trabajo, el autor aborda la alarmante realidad en la que vivimos. A pesar de los proceso de democratización que han caracterizado a la región, en una gran parte de los países, el sistema sigue operando a partir del intercambio de favores con los poderosos locales, el enriquecimiento ilícito de los funcionarios públicos, la alianza entre las fuerzas policiales y un sinnúmero de relaciones clientelares y de amiguismo .

Para explicar lo que podría ser una aparente contradicción entre corrupción y democratización, Mazzuca introduce una interesante propuesta conceptual basada en la distinción entre el acceso y ejercicio del poder como dos elementos clave para el entendimiento de todo régimen político. A su juicio, la falta de diferenciación entre estas dos esferas ha llevado a muchos analistas a suponer que las transiciones – que tienen que ver con las formas democráticas de acceder al poder- van a llevar a priori, a la profesionalización de las fuerzas de seguridad , la eliminación de la corrupción y del clientelismo , y otros factores que tienen que ver más bien con un ejercicio del poder que aún descansa en una dominación de carácter tradicional y patrimonial de acuerdo a las conocidas definiciones que proporcionara a principios del Siglo XX el sociólogo alemán Max Weber.

Mazzuca considera como un error básico de interpretación de la literatura política sobre América Latina el presentar bajo un mismo rótulo y agrupar bajo un mismo género los problemas de ejercicio o calidad democrática con los de acceso o transición, perdiendo así de vista que no es lo mismo tratar de explicar cómo se llega al poder político que cómo se actúa cuando uno ya está allí.

Los factores de acceso al poder se vinculan directamente con la vida democrática y la existencia de elecciones regulares, libres, competitivas e incluyentes. Pero éstas no necesariamente predicen cómo se ejercerá el poder, ni tampoco han podido asegurar que se acabe con la corrupción, el nepotismo, y la colusión entre las fuerzas de seguridad y organizaciones criminales.

Esta confusión entre el acceso del poder y el ejercicio del mismo suele llevar a serias consecuencias teóricas y políticas y a la ineficiencia de muchas medidas que se ponen en práctica. Mientras la dicotomía “Autoritarismo vs. Democracia” ha sido útil para distinguir a los regímenes políticos en lo relacionado con la dimensión de acceso, la distinción patrimonialismo vs legalidad racional es la que puede ser más afín para abordar los problemas del ejercicio.

En este sentido convendría que nos preguntáramos hasta qué punto nuestros sistemas políticos son verdaderamente modernos y hasta donde responden a rezagos del pasado. Lejos de poner el énfasis en eficacia y la planificación racional, la función pública todavía suele ejercerse como un patrimonio privado. En sus peores manifestaciones, y con el mayor de los cinismos, no es raro encontrarnos con expresiones que vean en el alto grado de corrupción prevaleciente una especie de aceite necesario para engrasar la maquinaria política y hacer que siga funcionando.