DAVID HARRIS/EL PAÍS

Un periodista de televisión me llamó el otro día para preguntar por qué ha respondido Israel a Hamás con el uso de la fuerza en vez de recurrir a otras opciones.

Tardé un instante en digerir la pregunta. Al fin y al cabo, parecía evidente que, ante los incesantes ataques con cohetes procedentes de Gaza, donde gobierna Hamás, Israel no tenía otra opción que movilizar a su ejército.

Entonces repasé la historia con él. No hay duda de que, en estos tiempos, hay pocos que tengan la paciencia de detenerse a revisar la historia, sobre todo en Oriente Próximo, donde parece siempre infinitamente compleja y controvertida. Ahora bien, para comprender la situación actual, es necesario conocer ciertos antecedentes, y algunos hechos son incontestables.

Gaza no fue nunca una entidad soberana. En la época más reciente, entre 1948 y 1967, estaba bajo la ocupación militar egipcia, sin que El Cairo ofreciera en ningún momento la independencia. Después de la Guerra de los Seis Días de 1967, desencadenada por las amenazas de El Cairo y Damasco de aniquilar a Israel, el Estado judío resultó victorioso y se quedó, a su pesar, con el control de Gaza.

En 2005, sin ningún interlocutor palestino al alcance para negociar el traspaso de Gaza a un gobierno palestino, y dado que Egipto se había negado a volver a hacerse cargo de la Franja, el primer minsitro israelí, Ariel Sharon, ordenó de forma unilateral la retirada de las tropas y los colonos israelíes. Con esa acción, dio a los habitantes locales la primera oportunidad en su historia de gobernarse a sí mismos.

En el plazo de dos años, Hamás se hizo con el control absoluto de la situación.

Hamás está vinculado a los Hermanos Musulmanes. Sus estatutos proclaman a las claras sus objetivos, que incluyen la eliminación de Israel y la imposición de la ley de la sharia en todos los sitios en los que gobierne.

Es decir, Israel, que con su retirada de 2005 confiaba en lograr tener tranquilidad en su frontera con Gaza, se encontró por el contrario con un régimen vecino que introduce armas de contrabando y organiza atentados terroristas contra el odiado Estado judío.

Algunos han acusado a Israel de intentar asfixiar Gaza. No es verdad. A Israel le interesaba tener un Estado próspero y pacífico en su frontera sur. Pero no ha sido así. Las cifras son asombrosas. Desde Gaza se han lanzado literalmente miles de cohetes, misiles y morteros mortales, entre ellos alrededor de 600 solo desde el 14 de noviembre.

Por supuesto, el mero hecho de que Hamás haya podido adquirir armas letales, cada vez más sofisticadas y de más alcance, refuta el absurdo argumento de quienes aseguran que Gaza es “una prisión impuesta por Israel”.

¿Qué clase de “prisión” permite que se introduzcan miles de armas mortales, gracias a Irán, Sudán y los beduinos contrabandistas del Sinaí, que trafican con armas procedentes de Libia y otros países, y que se utilicen contra el supuesto carcelero? Estaba muy claro que Israel no tenía más remedio que reaccionar ante la lluvia de proyectiles, cada vez más intensa, lanzada desde Gaza. Al fin y al cabo, la primera responsabilidad de un Gobierno es garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Por cierto, ¿qué haría España si sufriera ataques constantes con misiles procedentes de un país vecino que hubiera prometido destruirla?

¿Por qué ha decidido Hamás intensificar en esta ocasión su agresión contra Israel?

Me atrevo a sugerir tres motivos. En primer lugar, Hamás creía que, con el ascenso del islam político, se acabaría su marginación. El nuevo régimen egipcio está formado por miembros de los Hermanos Musulmanes. El emir de Catar visitó hace poco Gaza y con ello otorgó legitimidad a sus gobernantes. El primer ministro turco expresó su solidaridad con Hamás, igual que Túnez.

En segundo lugar, Hamás malinterpretó a Israel. Eso suele ocurrir con los regímenes despóticos. Confundió el vibrante debate que se desarrolla en una democracia como Israel con debilidad, y creyó que los israelíes iban a dividirse, en lugar de unirse, a propósito de dar o no una respuesta enérgica a Hamás.

Y tercero, recordando el Informe Goldstone encargado por la ONU tras el último conflicto en Gaza (que el juez Goldstone, con posterioridad, repudió en gran parte) y contando con la cobertura crítica respecto a Israel previsible en ciertos medios de comunicación y con los grupos de derechos humanos prestos a saltar a la acción contra las supuestas fechorías del Estado israelí —pero que al mismo tiempo guardan un silencio ensordecedor sobre los derechos humanos de los israelíes—, Hamás pensó que Israel quedaría aislado.

Cometió un error de cálculo. Sean cuales sean las divisiones políticas actuales en Israel, el país permanece hoy fuerte, unido y capaz de resistir. Y varios dirigentes muy respetados, de Estados Unidos a Canadá y de Gran Bretaña a Alemania, comprendieron de inmediato y con gran claridad la distinción entre el agresor, Hamás, y la víctima, Israel.

Ahora que la comunidad internacional se dispone a examinar la solicitud de la Autoridad Palestina de que haya un mayor reconocimiento por parte de la ONU, los acontecimientos ocurridos desde el 14 de noviembre deberían ser una razón más para detenerse a pensar antes de hacerlo. No solo es que semejante medida, al pasar por encima de las negociaciones de paz, haría retroceder cualquier perspectiva de acuerdo de dos Estados entre israelíes y palestinos, sino que la Autoridad Palestina no tiene ningún poder en la Franja de Gaza, gobernada por Hamás, por lo que ¿qué “Estado” se supone que representa?

La historia es importante. Y los hechos, también. Y, por supuesto, también lo es la claridad moral.