EL PAÍS

En Egipto se está librando una batalla política de enorme importancia para el país árabe más poblado, y para el resto de sus vecinos, entre el presidente Mohamed Morsi, exlíder de los Hermanos Musulmanes, y el antiguo régimen. Pero esta batalla también implica un enfrentamiento entre los islamistas y los laicos, que en buena parte fueron los protagonistas de la revolución que acabó con Hosni Mubarak.

El pasado jueves, Morsi, que suma poderes legislativos a los ejecutivos, aprobó un decreto que sitúa sus decisiones por encima de la justicia, en nombre de “la defensa de la revolución”. La reacción del poder judicial, aún adicto al antiguo régimen, y que a su vez había disuelto anteriormente la Asamblea que salió de las elecciones de mayo pasado, no se hizo esperar. Pero también la calle estalló frente a lo que vio como un golpe de Morsi, y el enfrentamiento entre laicistas y seguidores de la Hermandad ha causado ya dos muertos. Lo que está en juego es si Egipto se va a convertir en una república islamista o no.

Morsi, que ha demostrado su arte negociador con su mediación para lograr un alto el fuego entre Hamás e Israel, ya había hecho gala de su capacidad de compromiso y de negociación. Ayer se reunió con el Consejo Superior de la Justicia para intentar encontrar una solución que preservara su autonomía sin caer en la irresponsabilidad judicial y garantizara que la comisión constituyente pudiera hacer su trabajo.

Egipto, casi dos años después de la caída de Mubarak, está atravesando una profunda crisis de confianza que puede acabar en un enfrentamiento violento. Necesita restablecerla, hacia dentro y hacia fuera, para salir del marasmo político y económico en el que se encuentra. De no lograrlo, los muertos de lo que ya casi nadie se atreve a calificar de primavera habrán resultado en balde.