EZRA SHABOT/CONTRACORRIENTE.ORG

El pasado sábado Felipe Calderón dejó de ser presidente de México, culminando el trabajo de un sexenio en donde la complejidad de una institucionalidad democrática inacabada dejó una serie de pendientes que en otras circunstancias hubiesen sido resueltos como parte de las prioridades de su proyecto político. De presidente del empleo, terminó por ser el primer mandatario comprometido en la lucha contra el crimen organizado. La evaluación del éxito o fracaso de la estrategia deberá hacerse en los próximos años, cuando las policías estatales y federal sean capaces de sustituir al Ejército en las tareas de combate a la criminalidad. Los llamados “muertos de Calderón” no son más que una eficaz arma demagógica de aquellos que suponen que por arte de magia se puede combatir a los cárteles sin producir muertes.

De hecho, el alto número de personas fallecidas, mayoritariamente miembros de las bandas criminales, es un indicador claro del poderío económico e incluso social de estos grupos, capaces de cooptar sectores poblacionales dispuestos a jugarse la vida con tal de ser parte de este peligroso negocio. La infiltración del hampa organizada en los aparatos de seguridad del Estado, y la presencia del poder político cubriendo a los capos de la droga demuestran el alto grado de descomposición en la que se encontraba el Estado mexicano cuando Calderón asumió la Presidencia en 2006.

La estabilidad económica, el manejo de la crisis financiera mundial de 2008 y 2009, la ampliación del sistema de salud para millones de mexicanos y la creación de empleos en los últimos dos años de la administración hablan del manejo adecuado de la economía en su conjunto durante el sexenio. Sin embargo, la parte más débil del gobierno de Calderón fue la política. La operación en el Congreso, con los partidos y con los gobernadores, nunca funcionó. Más allá de reconocimientos al trabajo y colaboración entre las partes, la posibilidad de reformas profundas nunca estuvo presente, sino hasta el final del sexenio con la reforma laboral, lo demás fue puramente cosmético.

En la parte de comunicación y medios, la administración calderonista jamás entendió el manejo de la comunicación social como un toma y daca entre las partes, y terminó fascinada con la supuesta cobertura positiva otorgada por los grandes grupos de la televisión mexicana, sin poder jamás diseñar un modelo racional para difundir mensajes y responder certeramente a las críticas. De hecho, los grandes jugadores del negocio de las telecomunicaciones, empecinados en defender sus intereses monopólicos, impusieron una y otra vez su agenda ante la incapacidad patente de un gobierno que no supo cómo hacer valer su inexistente autoridad.

La no intervención del presidente Calderón en la campaña presidencial se debió más a la pérdida de la candidatura panista por parte de su delfín que a una convicción inexplicablemente considerada como democrática de no intervenir mínimamente en favor de la candidata de su partido. El círculo cercano de Calderón se fue achicando a tal grado que su lejanía con muchos de los que lo apoyaron desde la campaña y durante su gobierno fue una muestra clara de su debilidad política y parte de la explicación del fracaso del PAN en la elección del pasado mes de julio.

Culmina un sexenio que comenzó con un fracasado intento golpista por parte de López Obrador, que transcurrió con aciertos en materia económica, de infraestructura, de salud, pero que al no contar con uno o varios operadores políticos efectivos, redujo sensiblemente la capacidad de negociación del gobierno. Gobernar únicamente con leales, cuando éstos son pocos y no precisamente los más capaces, genera limitaciones que se terminan pagando muy caro en el terreno político.

El saldo final es positivo, y ahí están los números de la última encuesta de EL UNIVERSAL para corroborar la evaluación positiva que del presidente saliente hace la población al final de su mandato.