La magia de Josele

Josele Cesarman tiene los ojos verdes y ávidos, la nariz pequeña, la boca respingada. Sostienen su cabeza unos hombros tímidos y la señorea una expresión inocente y audaz. Se mueve despacio, aunque siempre esté dispuesta a emprender viajes. Habla suave, pero cuando se ríe hace sonar una campana irónica y satisfecha. Si está callada tiene un gesto de acuerdo con la vida que la hace un ser atractivo y confiable como pocos.

Josele Cesarman tuvo unos padres judío rusos que vinieron a México en busca de paz. Sembraron a su hija en la guerra silenciosa de esta ciudad, por eso nadie sabe con exactitud de dónde provienen sus manos inquietas y colmadas de fantasía. Pero vive con ellas en nuestro país que es el suyo y con ellas acaricia la desesperanza de otros, cocina y pinta los territorios del sueño.

En ninguna parte se da una mezcla tan armoniosa de colores y aromas como a la saluda de la estufa en que Josele inventa sus menús. Solo en los sueños son los árboles y el agua, los veranos y el invierno como en la pintura de Josele Cesarman.

No podría ser de otra manera; la generosidad, el gusto por la vida y la vocación seductora, no son atributos que puedan esconderse. Para bien de quienes la rodeamos esta niña hechicera puede ser una mujer espléndida, una luz, una tarde a la que rendirle confidencias, un cobijo secreto, un arrecife, una flauta de Mozart, tres aspirinas. Desde la voz hasta la voluntad de Josele está hecha para la magia de los consuelos.

Además de todas estas virtudes, la pintora Josele Cesarman tiene una que la hace aún más extraña y cautivante: no sabe presumir. Nunca lo oirá nadie describiendo sus trabajos como algo excepcional, tampoco criticándolos con el ánimo de oír cumplidos. Ella se limita a hacer las cosas, y escucha los elogios con la suave condescendencia de quien vive en la certidumbre de que cualquiera puede hacer lo que ella hace.

Si alguien se encanta con uno de sus postres y pregunta quién fue la criatura que esponjó aquel platillo celestial, al día siguiente ella escribe la receta con su letra de picos y la manda sin pretender más reconocimiento que el solicitado por un ángel cuando deja caer una de sus plumas antes de volar al cielo.

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