MARTA RIESGO/LA GACETA.COM

Era 17 de diciembre en una localidad del centro de Túnez, Sidi Bouzid, cuando un joven, Mohamed Bouazizi, desesperado, sin dinero y, finalmente, sin futuro, se echaba encima un bidón de gasolina y se prendía fuego. No lo sabía, pero su acto acabaría desatando toda una revolución que derrocaría al mismísimo presidente del país, Zine el Abidine ben Ali, y que se extendería por varios países de la región, desde Egipto hasta Yemen. Todo el mundo festejaba la valentía de esos jóvenes que salían en masa a las calles a desafiar a sus dictadores. Nadie pensaba en una salida que no fuese democrática o que, al menos, lo aparentase en estos países. Pero hoy, dos años después, esta revolución, esa Primavera Árabe, se ha transformado en islamista.

Manos libres a los salafistas

El viernes un grupo de extremistas islámicos destruía con hachas y porras el bar de un hotel en el sur de Túnez donde se servían bebidas alcohólicas. Esto es sólo una muestra del rumbo que está tomando el país fundador de la Primavera Árabe. Las pasadas elecciones constituyentes tunecinas –las primeras tras la marcha de Ben Ali– el partido islamista, Movimiento Al Nahda, se hizo con el 41,47% de los votos obteniendo así 90 de los 217 escaños en la Asamblea Nacional Constituyente (ANC).

Desde su victoria, el partido islamista no ha logrado enderezar la economía y es acusado de dejar las manos libres a los salafistas, que multiplican sus manifestaciones violentas por el país. Además, la nueva Asamblea Constituyente no ha avanzado mucho en la elaboración de una nueva Constitución, y lo tiene difícil por las numerosas polémicas entre islamistas y laicos.

Así que, lo que hace un año fue un aniversario de júbilo, hoy está envuelto en polémica. Una parte del comité organizador del evento dimitió para denunciar que los islamistas de Ennahda intentan controlar las celebraciones. Además la oposición aprovechará para manifestarse contra el Gobierno, al que acusa de ser incapaz de encarrilar el país por buen camino.

El pasado 4 de diciembre decenas de islamistas atacaban con piedras y armas blancas la sede central del principal sindicato de Túnez, la Unión General de los Trabajadores Tunecinos (UGTT). En las últimas semanas los enfrentamientos han sido constantes, hasta el punto que el Gobierno ha tenido que decretar el toque de queda en varias localidades del país. Y es que la mayor preocupación para los tunecinos es el creciente poder que van tomando los salafistas. No son más de 30.000, pero están muy bien organizados y son bastante violentos.

Algunos de esos extremistas religiosos han estado al frente del asalto a la embajada de Estados Unidos en septiembre en el que murieron cuatro manifestantes. Entre ellos, destaca Abu Iyadh, líder de Ansar Sharia (Defensores de la Ley Islámica), movimiento vinculado a la banda terrorista Al Qaeda. Pero las autoridades tunecinas, lejos de perseguir a estas bandas islamistas, permiten que actúen con impunidad en el país.

Egipto vota

Más preocupante, si cabe, es la situación en Egipto, segundo país en acabar con su dictador. Aquí un ex Hermano Musulmán –dejó la organización islámica nada más anunciar su victoria– preside el país. Poco después de llegar al poder sorprendía a todos los egipcios con un decretazo que le otorga aún más poderes que su antecesor, Hosni Mubarak.

La presión desde la famosa plaza de Tahrir, al igual que al rais derrocado, hizo que diese marcha atrás en su polémico decretazo. Sin embargo, estos días se decide el futuro de la nueva Constitución. Una Carta Magna que incluye la sharia como fuente principal de legislación.

Así, la oposición laica y las minorías religiosas se encuentran solas frente al poder islamista y, curiosamente, al militar. Los uniformados parecen ausentes de estos anuncios. No es casualidad; a pesar de ostentar todo el poder, Morsi mantiene intactos los privilegios del Ejército –principal actor económico del país–. Controlan empresas en varios sectores que representan el 25% del PIB y poseen una interlocución directa con Estados Unidos, que les concede una ayuda anual de 1.300 millones de dólares, la segunda más cuantiosa que da a unas Fuerzas Armadas; la primera es para las de Israel.

El último anuncio del presidente egipcio su alianza con los uniformados. Les ordenó preservar la seguridad del país durante el referéndum y emitió un decreto por el que autoriza también a las Fuerzas Armadas a detener civiles y ponerlos a disposición de la Justicia.

Y mientras islamistas y militares manejan el poder a su antojo, a la sociedad civil solamente le queda la plaza Tahrir. Una oposición fragmentada y sin una cabeza visible, aunque ahí estén figuras como el izquierdista Hamdin Sabahi, el nacionalista Amr Musa, el escritor Alaa al Aswani o el liberal y Nobel de la Paz en 2005 Mohamed el Baradei.

Cristianos acosados

Además, a esto se suma la poca influencia y apoyos de los que disponen. Qatar apoya a los Hermanos y no consiguen, por falta de medios, llegar al pueblo –por ejemplo, los Hermanos tienen clínicas que atienden gratuitamente a la población–.

Y, como siempre, apartada, está la comunidad copta –representa el 10% de la población–. Tras la caída de Hosni Mubarak, ha visto sus derechos recortados –persecuciones, conversiones forzadas al islam, incluso muchos de ellos han tenido que dejar el país–. La presencia de la sharia en la nueva Constitución empeora, aún más, la situación.

Una situación que no preocupa ni a Estados Unidos ni al resto de la comunidad internacional. La Administración Obama ha mostrado en más de una ocasión su buena relación con el denominado por Tahrir “nuevo faraón” y se ha demostrado con las numerosas visitas de la secretaria de Estado Hillary Clinton y con su apoyo en la mediación en el último conflicto en Gaza.