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Ahora que acabamos de celebrar los 50 años del estreno de ‘Lawrence de Arabia’, cabe preguntarse para cuándo una película sobre el barón Max Oppenheim (1860-1946). Es la versión alemana del célebre aventurero inglés; igual de intrigante, listo y frustrado. Y para más señas, tenía fama de donjuan y sabía jugar muy bien a las cartas. En definitiva, una excelente compañía para hombres y mujeres, con amigos de la talla de Agatha Christie y Samuel Beckett. Su único gran problema es que no tenía ni escrúpulos ni juicio.

Alemán de origen judío, se le concedió el título de ‘ario honorario’ en tiempos del III Reich y hasta el final se empeñó en soliviantar a los pueblos musulmanes con la ‘yihad’ (guerra santa) como señuelo. Una obsesión que se remonta a la I Guerra Mundial, cuando el káiser Guillermo II le puso en Berlín al frente de la Oficina de Inteligencia para Oriente Próximo. Tras doce años trabajando en el Consulado General de El Cairo, se le consideraba la persona ideal para defender «a las naciones sojuzgadas por el imperialismo inglés y francés», tal como proclamaba el propio Oppenheim.

«Teología de la liberación»

Aquel plan con tintes mesiánicos fascinaba al emperador Guillermo II, dispuesto a gastarse 3.000 millones de marcos en una campaña propagandística y diplomática que supuestamente le ayudaría a derrotar a la Entente (Francia, Gran Bretaña y Rusia). Según algunos historiadores, como el estadounidense David Fromkin, el objetivo no era más que armar bulla en las colonias para despistar al enemigo. El káiser manipulaba las ilusiones del mundo árabe con declaraciones rimbombantes: «De nacer por segunda vez, querría ser musulmán», llegó a decir en una visita a Estambul, al poco de saludar al Gran Muftí, máxima autoridad religiosa, y prometerle protección contra Rusia y Gran Bretaña.

¿Todo sería una vulgar instrumentalización? A lo mejor. Ahora bien, también los hay que entreven una «teología de la liberación islámica» en la propuesta de Oppenheim. En el libro ‘Dschihad für den deutschen Kaiser’ (Yihad para el káiser alemán), todavía no traducido al castellano, el autor alemán Stefan Kreutzer hace hincapié en «la voluntad antiimperialista» de un hombre que gozaba de la amistad de los Bismarck. A la luz de esa investigación, Oppenheim espabiló mucho en el seno de la familia del canciller Otto von Bismarck. No solo le inculcaron el desprecio hacia el concepto de colonia -¡nada de paternalismo político, lo mejor es la anexión directa!- sino que le recordaban cada dos por tres el lema del patriarca: «Como soberano no hay que temer las revoluciones, lo importante es liderarlas».

Una táctica que justificaba en Alemania la aplicación de políticas sociales progresistas (seguridad social, pensiones…) con el único fin de evitar que los movimientos de izquierdas soliviantaran a los trabajadores. Aparte de pegar tiros contra los manifestantes, Bismarck pensaba que no había mejor manera de sofocar la rebeldía que apropiarse de sus ideales. Una actitud muy habitual también en Guillermo II, un emperador que mandó a paseo al canciller porque no admitía lecciones de nadie pero que hizo suyos sus ‘tics’ con desvergüenza prusiana. Uno de ellos era la habilidad para sacar provecho de las corrientes contestatarias.

La posibilidad de contar con el apoyo de 300 millones de personas, desde Marruecos hasta India, merecía la pena. Así pensaba el káiser en tiempos de la I Guerra Mundial, cuando todos los brazos eran pocos. Las colonias que poseía en el África negra apenas suponían 12 millones de súbditos. Muy lejos de los 347 millones de Reino Unido. Le hubiera encantado contar con marroquíes o senegaleses entre sus filas, como hacían ingleses y franceses. Eso sí, ni se le pasaba por la cabeza a Guillermo II vestir con uniforme militar a los negros que vivían en las tierras alemanas de Ruanda, Burundi, Togo, Camerún… Ahí se dejaba ver un componente racista arraigado, pero selectivo, que con el tiempo justificaría muchas de las locuras del régimen nazi.

A Oppenheim todo aquello le traía sin cuidado. El pragmatismo le venía de lejos. Había nacido en el seno de una familia judía de Colonia -ciudad archicristiana- pero ya su padre, con buen ojo, se había convertido al catolicismo para ahorrarse problemas. Haciendo oídos sordos a las críticas de la comunidad hebrea, se volcó en sacar adelante el banco fundado por sus antepasados a finales del siglo XVIII. En 2006, cuando los Oppenheim vendieron el negocio, había alcanzado un valor de 138.000 millones de euros. Una proeza a la que no contribuyó Max Oppenheim porque toda su vida fue un diletante, sin estudios universitarios ni más ambición que servir a la cultura islámica, ya fuera como diplomático o arqueólogo. Esta última faceta fue la única que le deparó la admiración de la intelectualidad europea.

Como instigador de la ‘yihad’, no caló en el sentir de los países musulmanes. Básicamente por dos razones: no terminaban de aceptar el liderazgo de un país cristiano y tampoco les gustaba el protagonismo de una potencia como Turquía, que racialmente no es árabe sino asiático-caucásica. En las guerras de religión la pureza de sangre se impone tarde o temprano; la mayoría de los musulmanes interesados en el plan de Oppenheim eran árabes, por lo que no admitían de buen grado compañeros de batalla de otras etnias.

Un arqueólogo de primera

El único éxito de Oppenheim fue la excavación en el yacimiento de Tell-Halaf, al norte de Siria, donde se descubrieron vestigios de una civilización que se remonta al 6.000 a.C. ¡El primer hallazgo de un arte propio del Neolítico! A la exposición en su museo privado de Berlín acudieron en 1930 los incondicionales del ‘Indiana Jones’ alemán, figuras de la talla del escritor Samuel Beckett y el rey Faisal de Irak.

Casi todo ese patrimonio, en el que este aficionado multimillonario había invertido más de nueve millones de euros, fue destruido por los bombardeos de la II Guerra Mundial. Había esfinges, grifos y hombres pájaro-escorpión. Maravillas de la antigüedad que, sin embargo, no bastaban a Oppenheim para soñar despierto; también quiso cambiar el curso de la historia con la ‘yihad’ como santo y seña. Una pasión que podría dar mucho juego en la gran pantalla…