ESTHER SHABOT/EXCELSIOR

Pronto, en marzo de 2013, se cumplirá una década de la invasión estadunidense a Irak con el fin de derrocar al régimen de Saddam Hussein. Las tropas occidentales que permanecieron allí por años intentando estabilizar al país se han retirado ya, pero el panorama, a pesar de ciertos avances innegables, sigue siendo incierto y marcado por una brutal violencia. Casi no hay semana en que no se registre un atentado terrorista que cobra la vida de decenas de personas, al tiempo que el aparato gubernamental, encabezado por el primer ministro, Nouri al-Maliki, se muestra cada vez más orientado a imponer la hegemonía del segmento chiita de la población al que él pertenece, y menos dispuesto a emprender un proceso real de reconciliación y unidad nacional que paulatinamente supere el recelo y la discriminación que pesan sobre los otros dos grandes componentes de la población iraquí: los sunitas y los kurdos.

Los análisis políticos de lo que acontece actualmente en el seno del mundo árabe mencionan cada vez con más frecuencia que un factor fundamental en la problemática de esa región estriba en el conflicto sunismo versus chiísmo. Y es en Irak donde precisamente se puede observar con mayor claridad el peso de esta pugna. Siendo los chiítas mayoría en Irak, y habiendo sido oprimidos, marginados y masacrados por el régimen de extracción sunita de Saddam Hussein durante años, ahora ejercen la revancha a través del poder obtenido tras la invasión estadunidense y la posterior celebración de elecciones nacionales. Y sin duda el vecino régimen chiita iraní de los ayatolás ha sido un elemento clave en el fortalecimiento de esa dinámica, ya que proporciona apoyo, inspiración y recursos de todo tipo a fin de que Irak se ubique de manera clara como parte del eje chiíta, comandado por Teherán, cuyas pretensiones son ampliar sus espacios regionales de poder.

La guerra civil en Siria que, como se sabe, enfrenta a la minoría alawita (de origen chiita) de Al-Assad con la mayoría sunita del país y con el resto de las minorías étnico-religiosas, es uno de los casos donde el régimen de Al-Maliki ha mostrado su militancia activa a favor de la causa chiita: abastece al gobierno sirio de petróleo, además de que permite el uso de su espacio aéreo y de rutas terrestres bajo su control para el traslado de armamento iraní a los arsenales de Bashar al-Assad. El régimen de Al-Maliki se ha caracterizado por maniobrar insistentemente para marginar a los funcionarios sunitas insertos en el aparato del Estado, acusándolos a menudo de terrorismo y de actos de corrupción con objeto de deshacerse de ellos.

El otro gran sector poblacional que sufre de la avidez de poder chiita en Irak es el representado por los kurdos, quienes no se definen como árabes y en ese sentido han sido tradicionalmente discriminados. Dentro de la vorágine de cambios ocurridos en Irak a partir de 1991, cuando se dio la primera Guerra del Golfo, éstos consiguieron, gracias a la intervención occidental a su favor, el establecimiento de una región autonómica kurda en el norte del país. Dicha región logró avances económicos y políticos importantísimos en estas últimas dos décadas, lo cual se consideraba uno de los pocos éxitos concretos que se podían registrar dentro del contexto de aguda inestabilidad del país. De hecho, como producto de las elecciones y del reparto necesario del poder, un kurdo notable, Jalal Talabani, quedó ocupando la silla presidencial al lado del primer ministro Al-Maliki.

Sin embargo, las relaciones entre ambos han sido más que tensas, en buena parte por la disputa acerca del reparto del petróleo. Ahora, como resultado de un coágulo cerebral que afectó recientemente a Talabani y del que no está aún repuesto, ha cundido la alarma de que el régimen de Al-Maliki no está dispuesto a sustituir a Talabani con otra figura kurda de relevancia, sino que pretende poner en su lugar a un chiita. Si ello sucede, se habrá dado un paso más en el proceso desintegrador de la nación iraquí, lo cual promete más inestabilidad y por ende, mayor violencia.