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Una llamada telefónica a la redacción de Magazine rompió 69 años de doloroso silencio enterrado en un rincón del alma de quien, en aquel instante, había decido contar unos hechos de los que fue testigo cuando apenas era un niño. “Llamo para que todo el mundo sepa lo que ocurrió”, dijo la voz de un hombre a modo de preámbulo para luego relatar unos hechos que le habían marcado de por vida. Los narró primero a pinceladas y luego en larga conversación en su residencia, en Sant Joan d’Alacant. Un intenso diálogo junto a su hermana Isabel –igualmente testigo de los acontecimientos– que sirvió para refrescar una memoria que permanecía voluntariamente oxidada.

Al teléfono estaba Vicente Giner Llopis, de 82 años, hijo de Miguel Giner Giner, que era, en 1943 –en plena Segunda Guerra Mundial–, administrador de la aduana que entonces estaba en Les, la última localidad española de Val d’Aran, junto a la Francia ocupada. Explicó Vicente Giner que, conmovido con lo que había leído el 23 de septiembre del 2012 en un avance editorial sobre la complicidad del franquismo con el holocausto, publicado en este mismo semanario, había decidido romper un mutismo que afectaba dramáticamente a su familia y también al pueblo de Les.

El secreto que rompía era que su padre, obligado por las circunstancias, había entregado a los nazis a un grupo de refugiados judíos que habían llegado hasta Les creyendo alcanzar la libertad, logró hacerse con la complicidad de policías y carabineros para no tener que volver a pasar por aquel trance.

Por la acción de Miguel Giner se evitaron nuevas detenciones de judíos y su consiguiente entrega a los nazis, mientras que el pueblo de Les, en una confabulación espontánea benefactora y extraordinaria, dio cobijo a un número indeterminado de fugitivos a los que salvó la vida. Habían hecho falta casi siete décadas de espera para conocer, aunque sin duda parcialmente, un difícil episodio de guerra en la frontera española.

Después, el relato fue completado por Irene Boya, una amiga aranesa de Vicente e Isabel Giner, que sigue residiendo en Les, precisamente donde estuvo ubicada la aduana y ahora se levanta el hotel Juan Canejan.
Sobre las nueve de la mañana de un día del verano de 1943, la vida cambió en Les, y la guerra que destruía Europa y que hasta entonces había estado muy lejos del pequeño pueblo pirenaico se hizo presente también allí.

“Debía de ser a primeros de julio –cuenta Vicente Giner, que tenía 13 años entonces–. Mi padre estaba en su despacho y oyó voces en la carretera. Un grupo de personas hablaban excitadas con los guardias. Mi padre se dirigió hacia ellos. Mi madre y yo también fuimos a ver qué pasaba, pues nunca pasaba nada en Les. Era un grupo de niños, mujeres y hombres con unas maletas. Habían llegado a pie hasta allí. Uno de los hombres habló con mi padre mientras varias mujeres de distintas edades les miraban y los niños jugaban sin alejarse del grupo. Se les notaba cansados. En total diría que eran quince o veinte, no más, y no entendí qué sucedía”. El grupo se completaba con los policías y un par de carabineros que también contemplaban la escena, extrañados.

Miguel Giner, el administrador de la aduana, se estaba enfrentando a una situación inesperada que le marcaría tan profundamente como para no hablar nunca más de ella. El grupo humano se presentó abiertamente como judíos huidos y perseguidos. Procedían probablemente de Polonia. La pista para esta suposición la ofrece Vicente Giner de una frase pillada al vuelo al hombre que hablaba con su padre en un mal español. Parece que se le entendió decir que era un “ministro polaco”. Ninguno de los tres testigos ha logrado retener su nombre. Y es que se trata de una historia de silencios de difícil reconstrucción por culpa del paso del tiempo, de la dictadura que borró huellas y por falta de testigos de primera línea, todos, obviamente, fallecidos. De hecho, Vicente y su madre asistieron a la escena a cierta distancia, sin meterse en “cosas oficiales”, mientras que Isabel, con 12 años, permaneció en su casa, la aduana, frente a la cual ocurrían los hechos. Irene Boya, un año mayor, llegó con otros vecinos que se fueron acercando a ver qué sucedía y sólo presenció el desenlace.

Recuerdan los tres testigos que la conversación se alargó y que el “ministro polaco” suplicaba una y otra vez a Miguel Giner que les dejara pasar a España, país en teoría neutral, como refugiados. Giner se negó, alegando que tenía órdenes estrictas de Madrid de no permitir el paso sin visado y que tenía orden de entregarlos a las autoridades del otro lado de la frontera, es decir, los alemanes. Además, temía –luego supo que sin motivo– que si actuaba de otro modo, policías y carabineros se volverían en su contra, y no en vano él mismo tenía un reciente pasado rojo.

Mientras la situación se prolongaba, los habitantes de Les se dirigieron a los niños primero y a la mujeres después y les ofrecieron alimentos, bebida y descanso en tanto se trataba el asunto. Miguel Giner no supo encontrar solución. Aduanero, policías y carabineros desconfiaban entre ellos, y el resultado fue que procedieron a cumplir la orden. Llegó un camión, y unos soldados alemanes obligaron a subir a los judíos. Los niños lloraban. Las mujeres gritaban. Se habían sentido tan cerca de la libertad… Una voz en español gritó desde el vehículo: “¡Nos van a matar!”. Vicente e Isabel Giner comprendieron que algo muy serio estaba sucediendo y lloraron. Su madre, Dolores Llopis, apartó a Isabel y la distrajo mientras el camión con su carga humana se alejaba por la carretera que va a Toulouse a través del Pont del Rei o Pont de Rouén, como lo denominan ahora.

Miguel Giner estaba demudado, aunque se tranquilizó a sí mismo comentando que los llevaban a un campo de trabajo. Era lo que oficialmente le habían dicho y seguramente lo que creía, aunque por su expresión quedó claro que no estaba muy convencido de que así fuera. Tras lo sucedido, ni el aduanero ni el pueblo fueron los mismos. A partir de ese hecho, en Les se respiró guerra.

Unos días después del incidente se acercó a Les el oficial de la Wehrmacht encargado de fronteras. Llegaba como siempre desde Bagnères de Luchon –de Luchón, como decían entonces– y lo hacía en coche a través del Coll de Portillon y de Bossòst. Ninguno de los tres narradores recuerda si era capitán o teniente, pero sí que “era muy educado, muy bien uniformado y que hablaba bastante bien español”.

“A mi padre lo trataba con respeto y muy amigablemente, ya que lo consideraba un aliado español”, dice Vicente Giner. “Y era muy hitleriano –añade–, pues estaba encantado con Hitler. ¡Fíjese! Fue quien, entusiasmado, contó a mi padre que Franco y Hitler se habían visto en Hendaya (23 de octubre de 1940) y que los alemanes entrarían en España…”.

En aquella visita a Les el oficial alemán confirmó a Miguel Giner el peor de sus temores. Sin necesidad de preguntarle nada, el militar se refirió durante la conversación al incidente de los deportados y dijo con sosiego: “Esos judíos que llegan aquí y los que capturamos por la montaña se los entregó a las SS y a la Gestapo y ellos los matan”. La expresión de Miguel Giner debió de ser tan elocuente que el militar añadió: “Si no quieres que eso te suceda en Les, di a los guías franceses que no pasen por aquí”.

Miguel escuchó atentamente a aquel –amable en el trato– militar. El oficial alemán tenía como misión el control del Pirineo, y para ello sus soldados patrullaban día y noche por la montaña con unos perros cuyos ladridos se oían con frecuencia desde Les. Unos ladridos que podían significar que otro grupo de fugitivos acababa de ser capturado.

A raíz de aquella información, Miguel Giner fue mucho más prudente en sus conversaciones, tratando de evitar, sin lograrlo, que sus hijos le oyeran hablar del tema. Era un pueblo pequeño, y además la aduana era su hogar. El hermetismo que buscaba Miguel Giner era tarea imposible. Por eso supieron que, en efecto, su padre dijo a guías franceses que no entrasen por el centro de Les con los fugitivos. Si pasaban de largo por el monte, el aduanero no impediría que siguieran camino hacia el valle. Además, una vez que los dos policías y los carabineros supieron por Giner la suerte que esperaba a los judíos capturados, decidieron no patrullar el bosque y acordaron que si, por la circunstancia que fuese, se enteraban de que por un lado de la montaña estaban pasando huidos, se dirigían a la ladera opuesta para no tener que toparse con los refugiados. “Creo que pasó mucha gente”, comentó Irene Boya mientras explicaba: “En la serrería y a otros vecinos les escuché comentar a veces que habían pasado grupos por la noche, aunque callaran en cuanto me acercaba”.

“Aquel verano fue el peor de la vida de nuestro padre”, afirman los hermanos Giner. Luego la cosa mejoró con la llegada de una autorización oficial remitida desde Madrid para dejar pasar a los judíos. “Nuestro padre la recibió por aduanas antes que los policías y corrió a enseñársela para que todos supieran que no había que entregar a los judíos a los alemanes”.

Miguel Giner, el aduanero de Les, no podía saberlo, pero aquella autorización no era fruto de la bondad del régimen sino el producto de una tremenda presión política de británicos y norteamericanos sobre Franco, tal como evidencian documentos secretos de la época desclasificados en ambos países. Franco no podía sostener la carta de la neutralidad ante los aliados y al mismo tiempo entregar a la muerte a cuanto judío se acercaba a las fronteras españolas convencido –y este es un detalle fundamental para comprender esta historia– de que llegaba a una tierra de paz y acogida.

Por eso los perseguidos no se escondían ante los carabineros, guardias o policías españoles, porque se creían a salvo. Gran error que costó la vida a un número nunca determinado de personas, pues nadie sabe cuántos murieron tiroteados en los Pirineos ni el número preciso de los que fueron capturados y trasladados a los campos de exterminio, y eso que en los centros de estudio y memoria de la resistencia francesa hay listas con unos cientos de nombres.

“Es verdad lo que han explicado de los judíos” –insiste Vicente Giner–. Yo soy testigo. Franco no los quería, y mis padres vivieron esa realidad tan de cerca y les causó tanta impresión, que murieron (él en 1970 y ella en el 80) sin comentarnos lo que presenciamos. Y es que en mi casa jamás mencionamos cómo se entregaron judíos a los alemanes y cómo, luego, al saber que a los deportados les esperaba la muerte, en Les se hizo lo imposible para ¬salvarlos”.

Hasta el verano del 43, mientras la persecución nazi de judíos arreciaba hasta convertirse en el peor genocidio de la historia a causa de la aplicación sistemática de la llamada Solución Final del Problema Judío (Endlösung der Judenfrage), adoptada el 20 de enero de 1942 en la conferencia de Wannsee, el municipio de Les era un Shangri-La del Pirineo. Por no pasar, en Les no pasaba ni la guerra. Tan sólo y de cuando en cuando se producía un fugaz recordatorio en forma de unos Ju 87, los célebres Stuka, que con su esvástica en la cola y su Cruz de Hierro sobre el fuselaje pasaban sobre el pueblo en vuelo rasante y se perdían hacia Francia. Pasaban los aviones, las gentes los miraban y nada más. Y así, los 600 habitantes de Les vivían en su paz, de cara a Francia, viendo pasar el río Garona camino del Atlántico. A su espalda quedaba una España inaccesible unos ocho meses al año a causa de la nieve y las inefables carreteras. “‘Vamos a España’, decían los que se dirigían en verano hacia el puerto de la Bonaiguapara seguir hacia Lleida o Barcelona… Nuestro padre escuchaba Radio Andorra, que se oía entrecortada y chirriante, y así tenía noticias de España, que completaba con La Vanguardia, que llegaba con cinco o seis días de retraso por Francia”, explican los hermanos Giner para ilustrar el aislamiento y las circunstancias que rodeaban a su padre, responsable de la aduana y por lo tanto una autoridad en Les. Dos policías y unos 14 carabineros completaban las fuerzas destacadas en aquella lejana frontera.

Y sobre todos ellos, como una losa, pesaba la normativa española para la expedición de visados y, por ende, para el paso de fronteras, inflexible para los considerados enemigos de la causa nacional: rojos, judíos y masones. Para situar los acontecimientos que aquí se relatan no puede obviarse que en aquel instante en Europa algunos cónsules y diplomáticos españoles, testigos directos de las deportaciones de judíos, falsificaban documentos para salvar vidas mientras Hitler, en secreto, ofertaba a Franco la entrega de miles de judíos que podrían haberse salvado del holocausto si el dictador español hubiera querido, tal como se desvelaba en el Magazine que motivó la llamada de Vicente Giner.

Para los hermanos Giner, Les era un lugar idílico “donde fuimos muy felices”. Vida de pueblo, gallinas, huerto, zuecos de madera, escuela, calma, viento, bosque, río, pesca, nieve, barro, leña, hogar, bicicleta y juegos. No se pasaba hambre, y la relación entre los vecinos era armoniosa. Su padre había sido destinado hacia 1940 para comandar la aduana, y eso que había pasado la Guerra Civilen Barcelona, es decir en zona roja. Esta también es una curiosa historia. Los Giner son originarios de Altea (Alicante), y cuando se produjo la sublevación del 18 de julio de 1936 Miguel Giner, que ya era funcionario de aduanas, fue destinado a Barcelona para hacerse cargo del control administrativo de los almacenes en los que se guardaban los víveres que llegaban de Francia para ayudar a los ejércitos dela República. Miguel y su esposa, Dolores Llopis, se instalaron en la capital catalana, mientras que los niños, Vicente e Isabel, se quedaron en Altea al cuidado de la familia.

La guerra finalizó, y Miguel Giner fue depurado por los vencedores, que determinaron que no había motivos para encarcelarlo y sí, en cambio, para que recuperara su condición de funcionario. Le destinaron a Les, un lugar verdaderamente remoto. Entonces el matrimonio recogió a los niños en Altea y emprendieron viaje. Un lento autobús humeante y sobrecargado les dejó en Valencia, donde tomaron un tren, todavía más humeante, con destino a Tarragona. El recorrido duró toda la noche. Por la mañana, cansados, tomaron otro tren hacia Lleida. Llegaron para dormir en una pensión. Al día siguiente, algo repuestos, tomaron otro autobús, el coche de línea, que les llevó a Sort. Pernoctaron allí. Temprano, un tercer autobús subió el puerto dela Bonaiguaa ritmo de caminante, y al atardecer llegaron a su destino: la aduana vivienda de Les. Delante de la casa, una carretera sin tránsito. Detrás, un huerto y gallinas. Alrededor, las montañas y el río.

Los recién llegados se encontraron con que en Les estaban dos policías y unos 14 carabineros. De Miguel Giner y de estos compañeros dependía el control de la frontera. Cerca, muy cerca, los ejércitos de Hitler.

Cuando acabó el verano del 43, Miguel Giner fue trasladado a Irun. Atrás quedaron los días felices de vida de pueblo y los episodios de los judíos, de los que ya no volvieron a hablar nunca más. Pero en el pueblo se quedó Irene Boya, la otra niña de la bicicleta en la foto que abre este reportaje, hoy con 83 años, que fue testigo del ataque de los maquis a Val d’Aran en el curso de la operación Reconquista (en octubre de 1944, después del desembarco de Normandía), de su derrota y de la entrada de fuerzas alemanas en el valle. “Estuvieron por aquí. Los recuerdo bien. Y, para que no volviera a suceder lo del camión, cada familia de Les escondió a alguna familia judía. Unos judíos llegaban, pasaban un tiempo en alguna de las casas del pueblo y luego se iban hacia Lleida. Luego llegaban otros, y así hasta que acabó la guerra. No sé qué fue de ellos. Sólo sé que marcharon para Lleida”.

No se sabe a cuántos salvaron, pero Miguel Giner y los habitantes de Les ayudaron a sobrevivir a muchos seres humanos perseguidos por la barbarie.