GUADALUPE LOAEZA/REFORMA
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Nada me intrigaba más de Nina que su mirada. Estaba segura que sus brillantes ojos color avellana ocultaban las escenas más atroces de la guerra. De hecho, en una de sus fotografías, en donde aparece muy joven con una boina y un cuello de piel de zorro, tiene mirada de espanto. Más que mirar con terror, sus ojos observan fijamente el lente de la cámara con un dejo de sobresalto, el mismo con el que seguramente escuchó las palabras de su madre en 1941 que le decía: “Nina, huye al bosque hasta que pase el peligro”. Le dio 30 zlotys y una pequeña bolsa con algunos víveres. Para entonces los alemanes, que desde septiembre de 1939 ya habían invadido Polonia, se detuvieron en la frontera de Lituania, debido al pacto Ruso-Alemán. Para 1941, violando el acuerdo, las tropas nazis invadían Lituania. En muy poco tiempo, alcanzaron la ciudad de Poniewiez, el pueblo natal de la familia de Nina Deutsch.

La joven obedeció a su madre y no regresó a su casa sino hasta muy tarde por la noche. Con qué ojos de pavor ha de haber descubierto Nina la pequeña ciudad toda en llamas por los bombardeos de los nazis, que su casa estaba prácticamente destruida y que en las calles ya no había nadie porque todos habían huido o muerto. Con qué ojos de horror veía la destrucción de las tiendas, de la sinagoga, de su escuela, de los árboles e incluso de los edificios de gobierno. Esa adolescente, bonita como ella sola, fue una de las pocas sobrevivientes de la matanza de 190 mil judíos (90% de la población de ese origen). Al verse tan sola y tan desamparada, se percató de que lo único que quedaba entero era su bicicleta con la que solía recorrer la ciudad y el campo. Se montó en ella y se dirigió hacía una granja que estaba a varios kilómetros de distancia. Un matrimonio de personas mayores la acogió y le brindó hospedaje. Al día siguiente, el granjero y Nina caminaban de la mano hacia el gallinero, cuando de pronto, se dieron cuenta que un avión volaba a toda velocidad en picada sobre ellos. El avión soltó las bombas, matando al anciano. En ese instante Nina cayó al suelo, sujetando una mano sin cuerpo. La miró más que con terror, con absoluta estupefacción. Regresó corriendo hacia la cabaña de los granjeros, la cual en esos momentos ya era un montón de cenizas, tomó su bicicleta y salió huyendo a toda velocidad, hacia el este, rumbo a las estepas de la Rusia soviética.

A partir de ese momento, Nina ya no se acordaba de gran cosa. A veces relataba haber visto la frontera de China, cerca de la mina de carbón, en la que trabajaba junto a una mula ciega por la oscuridad. Su tarea consistía en colocar los cartuchos de dinamita, encender la mecha y correr como de rayo. De todas las “mineras” improvisadas, era la que más rápido corría. “Corre, Nina, o si no te alcanzará la explosión”, le decía el capataz en ruso, idioma que aprendió a la perfección. Otras, recordaba haber llegado a la ciudad de Novosibirsk, la capital de Siberia, en la que aun durante la primavera, a pocos centímetros del pasto, había hielo. Contaba también que en esa época en aquella ciudad, además de inviernos de 30 grados bajo cero, en los veranos la invasión de mosquitos era insoportable, se metían por los oídos y por la nariz. Tanto así que sufrió durante mucho tiempo de paludismo, lo cual la debilitaba y la ponía en un estado muy vulnerable.

Después de recorrer, quién sabe cómo, parte de Europa y Asia, Nina buscando la sobrevivencia se encaminó hacia el occidente. Cruzó una Polonia en ruinas hasta ser capturada por los alemanes, quienes nunca pensaron que ella fuera judía de acuerdo con el absurdo estereotipo fabricado por los nazis. Además de sus ojos color avellana, tenía unas facciones similares a una rusa de la ciudad, es decir, pómulos salientes, tez muy blanca y una abundante cabellera color caoba. Era muy bonita. Obligada al trabajo esclavo en una fábrica de municiones bajo tierra, en el pueblo de Furstenhagen, ella trataba de disimular esa belleza para no exponerse a un trato privilegiado a través de los favores a los soldados alemanes.

Al final de la guerra, en 1945, las trabajadoras de la fábrica de municiones fueron liberadas por el ejército aliado y el lugar convertido en un campo de refugiados; allí Nina permaneció tres años. Un día, un señor con un aire al actor Charles Boyer se le acercó. Ella lo miró ya no con ojos de espanto, sino con una mirada de interés y de seducción, y le ofreció un pollo a cambio de un par de zapatos, ya que los de ella se encontraban en un estado lamentable. Él le dio cita para el otro día. Le llevó los zapatos y ella le entregó el ave. En ese momento no se imaginaban que Nina y León se convertirían en marido y mujer, que vivirían en México y que tendrían tres hijos varones. Dos nacidos en el campo de refugiados y el menor, en la Ciudad de México. Nina no se imaginaba, tampoco, que ya en su segunda patria se convertiría en una mujer altruista y benefactora, a tal grado que en Jerusalén existe un orfanatorio con su nombre por haber reunido un millón de dólares a lo largo de muchos años de trabajo. Y por último, no se imaginaba que llegaría a ser tan querida por la comunidad judía de nuestro país.

El sábado pasado a las 13:00 horas, Nina Deutsch de Goldbard, a los más de 90 años (nunca se supo con precisión la fecha de su nacimiento), cerró para siempre sus ojos color avellana.

Sin duda, para mí, su nuera, fue un privilegio haberla conocido.