Lima

Hoy traigo aquí no a un aragonés olvidado sino todo lo contrario: uno de los más conocidos en el panorama internacional. Ángel Sanz Briz salvó a miles de judíos de una muerte segura en la Segunda Guerra Mundial, y era obligado que apareciera en Tinta de Hemeroteca. Aunque se han hecho reportajes más completos sobre él, he preferido esta entrevista de 1949 porque es el propio Sanz Briz quien habla, y porque apenas habían pasado unos años de su gesta:

Si un diplomático, aunque sea tan joven como Ángel Sanz Briz, abriera sus maletas ante el más torpe periodista, saldrían reportajes maravillosos de interés y amenidad. Lo malo es que los diplomáticos no abren jamás sus bagajes totalmente, porque entonces serían unos malos diplomáticos. Por eso, en trance de interrogar a Sanz Briz, temo que la entrevista se deslice por los caminos de la trivialidad, del tópico o de la frase hecha. Y en efecto, aunque dicho como lo dice este hombre inteligente que tengo delante, la sensación de trivialidad desaparece, no dejo de alarmarme cuando la primera fase de la conversación es para contarme que se ha visto sorprendido, después de cuatro años de ausencia, con una Zaragoza que en su aspecto urbano se transforma velozmente, y cuando siguen a ésta otras consideraciones que de un viaiero como él es fácil esperar y aun adivinar: recuerdos de El Cairo, con sus reminiscencias exóticas; de Viena, de los siempre inquietos y pintorescos Balcanes; de ese otro mundo extraordinario que es el mundo anglosajón; de la América Hispana, cada día más entrañablemente unida a la Madre Patria por lazos que nuestros embajadores -y aquí entra un recuerdo entusiasta para la misión que realiza en Lima el embajador señor Castiella- se afanan por reforzar con tan magnífico resultado… Y en el primer resquicio que nos ofrece el diálogo, lanzo esta pregunta:
-¿Cuál ha sido el momento más interesante vivido por usted en estos últimos años?
Quizá el diplomático adivine en la pregunta un ataque a su fortaleza de reservas. Pero rápidamente habla:
-Sin vacilar, puedo decirle que el momento más interesante de mi vida diplomática, y del que más me enorgullezco, fue mi gestión en Budapest como representante de España en los momentos más y más graves por que ha pasado aquel bello e infortunado país.
-¿Estaba usted allí cuando los rusos se acercaban a Budapest?
-Justamente. Pero ya cuando se produjo el epílogo del drama húngaro, la misión que hube de realizar allí en nombre de España, y de la que como español estoy orgulloso, se había cumplido, agotando todas las posibilidades.
-¿Misión política?
-Misión muy española, misión de ese noble quijotismo que nos reserva y nos conservará siempre la estimación cordial de todo el mundo que nos conoce.
Y Ángel Sanz Briz. ensimismado en el recuerdo de aquella etapa, me cuenta lo que le ocurrió:
-Un buen día recibí de mi Gobierno la orden de prestar la protección de la Legación española a los judíos de origen español, es decir, a los sefarditas. Por aquel entonces el regente Horty había desaparecido bajo la presión alemana, y le había sustituido el jefe de los Cruces Flechadas, partido creado a imagen y semejanza de los nazis y que obedecía ciegamente las consignas de Berlín. Como usted sabe, uno de los puntos esenciales de la doctrina nazi era el racismo, cuya manifestación más virulenta se dirigía a la anulación total de los judíos. Era de esperar que Szalassy siguiera en este punto ciegamente lo que antes se había hecho en Alemania. El calvario judío en Hungría comenzó inmediatamente, agravado por las circunstancias, pues ya el avance ruso hacia la Europa Central era una amenaza dramática e incontenible, y el partido extremista amenazado exacerbaba su agresividad contra sus enemigos de la retaguardia.
«España había realizado antes la gestión humanitaria de proteger a los sefarditas en las naciones balcánicas y por esta razón es explicable que el Congreso Judío de los Estados Unidos pidiera a España que esa misma protección se ejerciera sobre los israelitas residentes en Hungría. Así comenzaron para mí las semanas y los meses más impresionantes de mi carrera diplomática: ejercitar esa misión tan española de proteger al perseguido contra los abusos de poder de un partido fuerte y agresivo como una fiera acorralada. Haber logrado el éxito es un orgullo para mi, pero evoca el recuerdo de muchas noches sin sueño y espectáculos inolvidables. Los judíos útiles, hombres y mujeres, fueron primero concentrados en los «ghettos» y después sacados como grandes rebaños y conducidos a través de las carreteras nevadas de Hungría con destino desconocido: campos de trabajo, fortificaciónes fronterizas, etc., etc. Y el destino final era para ellos una angustiosa incógnita no muy difícil de adivinar.
«Usted imagine -prosigue Sanz Briz- como vendrían a la embajada de España a pedir el amparo de nuestra bandera. La dificultad para nosotros estribaba en que los necesitados de protección eran muchos; pero yo sé hasta qué punto puede calificarse de sobrehumano el esfuerzo que se hizo. Un gran bloque de edificios fue íntegramente tomado por la Legación española y convertidos en asilo seguro para aquellos desgraciados, muchos de los cuales expresaban su espanto primero y su gratitud después, en el mismo lenguaje que hablaban sus antepasados de Toledo, alláa por el siglo XV, viejas palabras españolas que en aquel momento sonaban en mis oídos, no como fría evocación literaria, sino como un latido fuertemente humano de la vida española de nuestros mejores siglos».
-¿Fue eficaz para los refugiados ese asilo que se les ofrecía?
-Sí. Los que fueron protegidos por el pabellón español salvaron la vida y no fueron  sacados de Budapest. En los edificios alquilados por nosotros, el letrero «Este edificio es anejo a la Legación de España y goza de extraterritorialidad» fue totalmente eficaz. Teníamos refugiados israelitas, casi todos mujeres, niños y ancianos, en la manzana de que le he hablado antes, en la Cancillería y en el  mismo edificio de la legación. Y todo, hasta los topes. Todas aquellas gentes tuvieron techo y alimentos, pues vinieron a nosotros incluso sin ropas apenas, sin nada de lo que poco tiempo antes les perteneciera.
Esta protección se fue extendiendo a todos los edificios de los ‘ghettos’ que, por haberlos vaciado los Cruces Flechadas, eran aptos para recibir otros refugiados bajo nuestra bandera. Tan eficaz resultaba nuestra gestión, que la Cruz Roja Internacional me pidió ayuda en los esfuerzos que por su parte hacía. Y entonces la protección española a los israelitas se hizo también en colaboración con aquel organismo internacional, que si pudo desarrollar una excelente labor en este aspecto fue gracias al respeto que inspiraba el nombre de España.
-¿Y el Gobierno húngaro aceptó de buen grado esta protección a los israelitas?
-No la aceptó de buen grado, y nos impuso una condición, que, a pesar de su extraordinaria importancia económica, España aceptó sin vacilar: la de que procediéramos a sacar de Hungría inmediatamente a todos aquellos judíos que estaban bajo nuestra protección. Este gesto generoso de España no se pudo lograr, desgraciadamente, porque fue imposible utilizar medios de comunicación adecuados, ya que los ferrocarriles y los transportes todos estaban destinados, como es perfectamente comprensible, a las necesidades entonces inmensas de la campaña militar.
-¿Con qué ayuda contó usted en aquellos meses?
-Con un reducidísimo personal húngaro y un par de españoles que cayeron por allí como llovidos del cielo. Gracias a estos hombres pude dar fin a una labor tan ingrata y vencer todas las dificultades que a ella se oponían. Podría contarle anécdotas verdaderamente interesantes, y en alguna de ellas sólo por una providencial serenidad, difícil de lograr en aquellos trances, pudimos salir con vida mis ayudantes y yo. En las últimas etapas de aquel periodo, y cuando ya la certidumbre del final se dibujaba claramente, sólo tenía una preocupación: qué podría ocurrirles a nuestros protegidos una vez que nosotros desapareciéramos de allí. El mismo quijotismo español que acude siempre en ayuda del débil y del desgraciado, sea quien sea, dio la solución a ese problema que me preocupaba. Cuando comenzaron a llegar, deshechos y famélicos, millares de campesinos húngaros en huida ante las tropas soviéticas, que arrasaban todo a su paso, me dirigí a la autoridad superior húngara que había quedado en Budapest, para saludarla y ofrecerle ayuda en lo que me fuera posible hacer en favor de estos fugitivos. Aquella autoridad, hombre duro, apreció instantáneamente el valor humano
que tenía el gesto: «Usted es el único diplomático que no se ha acercado aquí a protestar y a quejarse o a pedir algo; es el único que viene a dar». Todavía pude enviarle un donativo para los hambrientos húngaros. Estoy seguro de que desde entonces aquellos carteles que proclamaban la protección de España tuvieron un valor decisivo para que ante ellos se apaciguara el odio de los racistas exaltados y exacerbados por la inminencia de su final. En efecto, yo sé que hasta el mismo momento de la llegada de los rojos, apenas dos semanas después de mi salida de Budapest, todos los protegidos de España estaban con vida».
-¿Y después?
-Sobre ellos cayó el telón de acero, y a ciencia cierta nada sabemos. Algunos de aquellos judíos pudieron huir hacia climas occidentales más acogedores. Pero la mayoría allá quedaron. Y el régimen soviético no renuncia, de vez en cuando, a la tradición eslava de los «progroms» y desata persecuciones que no se diferencian gran cosa de las que realizaron los racistas de la Europa Central.
-¿Y nada se ha sabido más?
-Con seguridad, no. Mire usted, no sólo España se esforzó por mitigar el calvario de la raza judía en Hungría. Suecia envió a un joven inteligente, activo y entusiasta, que hizo una labor humanitaria admirable. Sé que al desaparecer de Budapest todo poder organizado y ya los rusos en los arrabales de la ciudad, la municipalidad de la capital húngara quiso ofrecer su gratitud a aquel joven que allí se quedó y dio su nombre a una gran calle del «ghetto», calle de Ballemberg. Pues bien, hoy Ballemberg es una figura mítica, figura de leyenda, porque lo cierto es que ha desaparecido sin dejar rastro físico. ¿Fue muerto por los rusos al entrar en Budapest? ¿Fue deportado a Siberia? No se sabe nada. Sobre su vida y hasta sobre su recuerdo ha caído la cortina de hierro, ese telón que cubre de misterio siniestro la aparición del sovietismo en cualquier parte del mundo.
-Y de los fugitivos, ¿no ha vuelto usted a ver a ninguno?
-Personalmente, no. Pero tuve una gran alegría, un gran orgullo, cuando supe que alguno de mis familiares, al dar en cierta ciudad extranjera su nombre, se vio abordado por un viejo judío que estaba a su lado. Se le acercó, con lágrimas en los ojos, para preguntarle si esos apellidos Sanz Briz denotaban algún parentesco conmigo. Y habló a mi hermano con aquellas mismas voces del castellano viejo que algunas veces me llegaron al corazón en el «ghetto» de Budapest. Y al saberlo pensé que si mi nombre, fácil de olvidar, difícil de retener en el recuerdo de aquellas gentes atormentadas en los días trágicos por la angustia del peligro, de tal manera conmovía aun a aquel viejo que ya estaba a salvo, ¡cómo estará grabado el nombre de España en tantos millares como deben su vida a la protección de nuestra bandera!

 Fuente: Tinta de Hemeroteca