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*GUILLERMO FADANELLI

En 2007 viví en una sosegada calle de Berlín: Innsbrucker, en el barrio de Schöneberg. Según me informaron se trataba, en su mayoría, de un barrio judío. Yo soy admirador de la cultura judía, aunque la obsesión por su dios me parece tan ordinaria como la obsesión de los italianos por la pizza. Me habría gustado nacer en el seno de una familia judía y tener hermanas flacas, orejonas y guapas. Hace poco escuché decir a un hombre culto que los italianos profesan un amor oculto y sexual por las judías. Yo no soy italiano pero comparto ese deseo enfermizo: una judía, un vino riojano y un buen libro colmarían mi vida de felicidad. Mis amigas judías son proclives a la especulación y a la charla interminable, son como una página del talmúd que puede interpretarse hasta agotar todos los diccionarios y alfabetos del mundo.

El barrio de Schöneberg era ideal para seres silenciosos y preocupados en meditar sobre las atrocidades que los alemanes practicaron en Europa durante la mitad de la década de los años cuarenta. Una mañana, cuando el mercado dominguero, o tianguis, se emplazara a las afueras del Rathaus, o palacio municipal y las campanas tañeran como ovejas ante el matadero, me he asomado a la ventana y he descubierto a un anciano que apostado en su balcón auscultaba detenidamente la calle. ¿Qué es lo que llamaba la atención de este hombre si en esta calle no sucedía nada extraordinario? Ese anciano visita mis sueños de manera recurrente, es calvo y tiene barba blanca y ojos pequeños, viste una bata blanca y se parece a mi abuelo. Es evidente que ese hombre soy yo mismo y para ser sincero me aterroricé ante la visión de un hombre que parecía sabio, desquiciado y espectral al mismo tiempo. Era un judío, un rabino que decía: “Nuestro dios es ególatra y malvado pero el tuyo es débil y los ha abandonado.”

En Berlín las personas son observadoras y miran de reojo, son discretas y nada escapa a su atención. Las pupilas del rabino autoritario y acusador no me perturbaron tanto como la mirada de una joven aria de hermosos ojos azules que tomaba el sol en Wilde Park y me husmeaba como si fuera yo una extraña planta que ha crecido de pronto en medio de su jardín. Esa joven fue mi amor platónico durante el verano de 2007, una pasión mal sana, esa joven no era una joven: es mi madre, mi mujer y mi vecina. Ya he dicho que todas las mujeres son una sola y la misma mujer. No soy tan estúpido como para pensar que ellas son diferentes y que una se llama Ingrid y la otra Guadalupe. En Berlín estas mujeres se reunían alrededor de mesas callejeras, llevaban el cabello teñido y en el Mitte nocturno encontré a algunas extorsionadas por sus corsés de prostitutas y senos grandes. Chuletas rojas de blancos corpiños y labios pintados de rojo. En noviembre charlé con una prostituta que se apostaba en la calle de Rosenthaler y conversamos algunas palabras en alemán y otras en inglés. Me permitió tocarle los senos y darle un beso en la mejilla. A cambio me hinqué y abracé sus tobillos: estaba yo borracho y ella fue tan gentil y cariñosa que si tuviera yo una hija la bautizaría con su nombre: Kristen.

Cuando Hannah Arendt visitó Berlín en 1950, escribió sobre los berlineses y dijo que ellos trabajaban entonces tan duro como el resto de los alemanes, mas no se hallaban nunca ocupados: se daban tiempo para mostrar la ciudad a los turistas curiosos, estaban bien informados y conservaban su sentido del humor y la amabilidad insolente que les es característica. Te llevaban desde el muro hasta el río; y las ruinas en las que su ciudad se había convertido después del bombardeo de los aliados no les arruinaba la vida. Si esto es lo que tenemos que pagar por habernos deshecho de Hitler nos parece incluso un precio muy bajo, pensaban los berlineses. No creo que el horizonte haya cambiado mucho desde entonces. Los alemanes trabajan como si la vida no tuviera un fin y no se preguntan sobre la nulidad de la actividad productiva: no sufren y si lo hacen toman este sufrimiento como un invierno largo y necesario. Yo, desde mi condición de judío falso los observo y aprendo de ellos.

Y es que mis amigos alemanes no dudan más allá de lo necesario pese a que pueden concentrarse como nadie para convertir en actos sus ideas. ¿Cómo hacen esto posible? No podría dar una cátedra sobre ello, pero sospecho que saben combinar el sentido religioso de su imaginación con un contundente entusiasmo primitivo.

Qué rara figura la de un idealismo arraigado en la tierra, un idealismo que se realiza en el hacer agrario. Esto ya lo he escrito antes, pero escribirlo no significa nada. Anoche a la 1:35 de la mañana me enteré al fin de que escribir es engañarse a uno mismo. Fernando Pessoa decía que si uno tuviera un gran amor nunca podría contarlo. ¿Entonces para qué sirve la escritura? Para intentar narrar lo que no se puede narrar. Qué poca cosa.

*. Escritor. Entre sus obras destacan Lodo, Educar a los Topos y Hotel DF (novelas); Plegarias de un inquilino (crónicas)

Fuente:eluniversalmas.com.mx