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A Héctor, quien me ha conducido por estas armonías desordenadas

TERESA DE JESÚS PADRÓN BENAVIDES PARA ENLACE JUDÍO

En la naturaleza conviven brutalmente el orden y el caos. Después de tormentas avasallantes, sale el sol y el cielo se aclara. Las nubes se disipan y reina la armonía. Las aves trinan sin cesar y la hierba verde cubre las colinas. El balance perfecto entre ambas fuerzas es lo que hace posible la vida. En la naturaleza humana ocurre lo mismo. La razón y la pasión (logos vs. pathos) son las dos fuerzas motoras que impulsan al hombre a actuar. El ansia por desentrañar al menos algunos de los misterios de la vida aunado al impulso primigenio de unirse físicamente con alguien, de fundirse con otro ser, son la maquinaria detrás de la creación artística, de la investigación científica, de la movilidad del mundo.

Y por cierto de creación artística, tal vez la música sea la más pura de todas las artes, la música absoluta, pues en ella se funden completamente el fondo y la forma, es decir, el contenido y la cualidad. Los estados anímicos que provoca el escuchar una pieza de música clásica, por ejemplo, son muy distintos a los de contemplar una pintura o ser espectadores de una obra de teatro. Aunque, por supuesto, no me refiero a toda la música. Los niveles de abstracción y de rigurosidad presentes en una composición sinfónica, por ejemplo, son muchas veces inversamente proporcionales al estado de ánimo que provocan en quien la escucha.

De todos los compositores de finales del siglo XIX y principios del XX, es en Mahler en donde las fuerzas antagónicas a que me referí antes están presentes con más fuerza y con más exactitud. En Mahler no sólo la sinfonía alcanza dimensiones colosales, sino que sus composiciones contienen la vida, el mundo, el ser humano completo, tal cual es. El bien y el mal, la espiritualidad y la carne, el nacimiento y la muerte, la serenidad y el caos, la brutalidad y la belleza, la soberbia y la humildad, el dolor y el consuelo, la trasgresión y el perdón, la vulgaridad y lo sublime, el pecado y el arrepentimiento. Y, al igual que en la naturaleza, en Mahler todas estas fuerzas vitales conviven en un “caos perfecto”, o en una “armonía desordenada”, si se quiere.

Gustav Mahler nació en Bohemia en 1860, en el seno de una familia judía. Ingresó en el conservatorio de Viena en 1875 en donde estudió con Anton Bruckner, otro gran compositor tardío romántico. Fue un pianista sobresaliente y en 1880 compuso su primera obra importante, Das Klagende Lied, (la canción del lamento), una obra muy compleja y que requería una orquestación muy grande. Ese mismo año debuta como director asistente en Bad Hall, Austria. Se desempeñó como director durante casi 20 años en varias ciudades de Europa con un reconocimiento y aceptación por parte no sólo de los críticos, sino del público y de los músicos. Sin embargo, el fantasma del antisemitismo ya rondaba Europa y Mahler renunció a la religión hebrea (que nunca guardó celosamente, pues era más bien laico, aunque su judaísmo se ponga de manifiesto siempre en sus obras) para ocupar uno de los puestos más importantes al que un músico de su época podía aspirar: director de la Ópera Imperial de Viena. Sien embargo, su prestigio como director no era proporcional al de compositor. Las obras a las que Mahler se consagraba en cuerpo y alma durante los veranos no gozaron en su época del reconocimiento que merecían. Mahler comenzó a ser víctima de una disimulada campaña difamatoria en la que ya estaba presente también el antisemitismo.

En 1902, a los 42 años, Mahler se casó con Alma Schindler, también de origen judío, a quien había conocido en Viena un año antes. Alma era la musa de varios artistas e intelectuales de la época. Su juventud, belleza e inteligencia la volvieron una de las mujeres más codiciadas de su época. Gustav Klimt la inmortalizó en uno de sus cuadros. Mahler no fue la excepción. Él también sucumbió a sus encantos y le propuso matrimonio a pesar de la diferencia de edades (Gustav era casi 20 años mayor que Alma). La vida de los Mahler es casi del dominio público y la historia de amor, de pasión, de celos y de sufrimiento que ambos escribieron, ha sido llevada a la pantalla en varias ocasiones, recientemente en una película llamada “Mahler en el diván”, en donde se pone énfasis, sobre todo, en las sesiones que el compositor sostuvo con Sigmund Freud, con quien acudió a terapia varias veces después de descubrir la infidelidad de su mujer con el joven y prominente arquitecto Walter Gropius. No voy a profundizar en detalles acerca de la película, pero sí me gustaría señalar que la leyenda “mahleriana” puede servir como telón de fondo para comprender un poco al menos algunos aspectos de su música.

Mahler amó profundamente a su esposa y este hecho fue fundamental en algunas de sus más bellas composiciones. Y el sentimiento fue mutuo. Alma fue tal vez la primera en entender su música, en sentirla, en sufrirla y en vivirla. En una de las escenas más bellas de la película, mientras Mahler da a leer a su mujer la partitura del adagio de la quinta sinfonía (ella también componía e interpretaba el piano), ella, extasiada, con los ojos cerrados, a punto de estallar en llanto mientras él la contempla con una amorosa mirada le dice a su esposo: “Tú eres mi dios… vivo por ti, muero por ti… Jamás sentí cosas tan grandiosas como contigo… Sólo ansiaba estar junto a ti y amarte….Yo estoy en tu música, Mahler.”

Mahler murió a los cincuenta años, el 18 de mayo de 1911 en Viena, víctima de una aflicción cardiaca que venía aquejándole desde años atrás. Sus sinfonías son un viaje introspectivo, profundamente psicológico y fluctúan entre el optimismo y la desolación con toques de ironía. Esta combinación de tristeza y euforia, dieron como resultado algunas de las más grandes composiciones del romanticismo tardío y son la nota distintiva del músico. Sin embargo, casi todas sus sinfonías tienen un desenlace optimista, por no decir alegre. Yo más bien lo calificaría de esperanzador Tal vez una de las piezas musicales de Mahler que mejor ejemplifica lo anterior sea el adagietto de la Quinta sinfonía o, (mi favorita), el final de la canción de la tierra. Su música transmite toda la vulnerabilidad de la condición humana a través de una grandiosa musicalidad.