FERNANDO YURMAN

Siempre hay historia, hasta en el tictac del reloj, hay un génesis en tic y un apocalipsis en tac– Frank Kermode.

Quizás para humillar el mortífero siglo XX, la nostalgia inventó ese álbum que se llamó la “Belle epoque”, una despedida para el romanticismo del siglo XIX y una armonía candorosa que ignoraba en su propio aire el presagio de la primera guerra. No habría habido esa conflagración si tal armonía no hubiera sido falaz, sin contar que ese olímpico atardecer cultural ya estaba agrietado por los relámpagos de las vanguardias. No obstante, el ensueño de un tiempo perdido y recuperado, en la literatura y fuera de ella, hizo de esa época un melancólico oasis en la penuria de la historia.

El encuentro de Sigmund Freud y Gustav Mahler, una sesión de caminata de cuatro horas, en un día de verano de 1910, es una de las joyas relumbrantes de aquel ámbito mítico. Fue un simple paseo incrustado en las vacaciones de Freud para aliviar profesionalmente la angustia de Mahler, pero las constantes referencias culturales de ambos se tramaron en una suerte de cajitas chinas, encastradas unas en otras según el ingenio del cronista; también podría considerarse como una escenificación viva y adelantada del Ulises de Joyce, una abigarrada subjetividad pletórica de secretos que todavía esperaba su escritura. Lo cierto es que ambos paseantes, como destinados a un friso de esa época, fueron comprometidos con sus afinidades y sus diferencias en una extraña sesión de larga resonancia: Música y Concepto. Un balanceo de sensibilidad y pensamiento de una cultura debatida, pero todavía invicta, a través de personalidades diferentes precipitadas desde un tronco común. La memoria de aquella cita todavía nos concierne.

Gustav Mahler había revolucionado la música, fue admirado por genios afines y por algunas vanguardias, pero ferozmente criticado por voceros conservadores y antisemitas, y su plena aceptación habría de llegar muchas décadas después de su muerte. Sigmund Freud había trastornado casi todas las nociones que definían lo humano, desde la conciencia a la sexualidad, pero era un marginado de la ciencia alentado sólo por artistas y pensadores de vanguardia; el psicoanálisis era todavía la biblia de los impíos. Para su refinada música, Mahler incorporó romanzas, baladas, los aires populares del imperio, por el contrario, Freud aspiraba a una cultura rigurosamente cosmopolita, universal y clásica.

Quizás dos maneras distintas de abordar una misma exclusión. Ambos eran judíos, pero Mahler pagó con su conversión la entrada en los círculos áulicos de la Opera de Viena, mientras que Freud reivindicó siempre su identidad. El primero representaba lo que la sociología de la asimilación llamaba “judíos de excepción”, aquellos que por su genio podían ser sumados a los gentiles siempre que no se mostrasen demasiado judíos. Freud vivía entre judíos (excepto Jung, que renunciaría en ese 1910, todos sus discípulos lo eran) pero no preservaba el judaísmo en sentido religioso o social; mantenía “La judeidad”, atmósfera en idish con que Hanna Arendt definía las costumbres y valores judíos ( rico y sugerente sustantivo que esta pensadora pudo despegar de sus conflictos identificatorios). También había otras diferencias: Freud tenía reservas con la música, las que padecen los pensadores concentrados en el concepto, y especialmente las que derivan del trabajo con las pulsiones a través de la palabra. Desconfianza al hermético influjo musical, un poder que atraviesa sin aviso, invade y transfigura las capas del psiquismo. Mahler apostaba a esa verdad muda de la música, y fundirla con el drama había sido uno de sus ideales creativos. La voz lírica y dramática, el argumento y el aria. Quizás algo de ese encuentro rebotaba ahora como un eco perdido del diálogo. Relatos de impulsos, recuerdos, gestos sentimentales, ademanes y palabras explicativas,ornaban el soleado paseo. Quizás no era el tono tan diferente de otra escena soleada de la época, la fotografia tomada por Kertez, el fotografo también húngaro, en una aldea de Polonia o Lituania, donde varios judíos se concentraban. Grupo de barbudos, pensativos y dudosos en sus caftanes raídos, que sopesaban objetos. En el subtítulo inferior dice que ¨chamarilean¨, nombre aldeano para ese intercambio modesto. El gesto, la vacilación, la mirada en la pregunta, el escepticismo de los hombros, probablemente se asemejaban a los de nuestros paseantes. El psicoanálisis heredaba esa atmósfera talmúdica, la cuidadosa oscilación que, frente a la certeza griega, podía insistir y preguntar ¨Y porqué “ A” no puede ser distinta de “A”, y hasta subir los hombros como corolario lógico.

Fue una sesión psicoanalítica sin diván, una conversada caminata por la calles, plazas y avenidas de la calmada ciudad holandesa de Leyden, donde Freud había fijado el encuentro sin sospechar las volutas históricas que desprendería el empedrado. Traducido al alemán, Leyden significa “sufrimiento”, y la elección de Freud fue atinada; el recorrido tenía resonancia en la ciudad interior que traía Mahler, un duelo multitudinario y disperso que lo agobiaba sin freno. Ocho hermanos habían muerto en su infancia, el último se había suicidado; a ese paisaje de muerte se había incorporado ahora su pequeña hija como desenlace de la inclemente agonía de una difteria; luego Alma, su esposa, perdió un nuevo embarazo que podría haber reparado esa pérdida; esta crónica sombría apareció al promediar la caminata, porque la consulta inicial era por la angustia de perder a Alma (veinte años menor) en brazos de un reciente y joven amante. Celos, posesividad, culpa, atravesaban esta angustia de pérdida, que no podía entenderse sin las capas acumuladas de pérdida previa. Las intervenciones de Freud, en lo poco que se sabe, habrían procurado aliviar a Mahler los celos al señalar que su esposa se interesaba en él, no a pesar de la diferencia de edad sino por eso mismo, ya que le recordaba a su amado padre. También trato la fijación de Mahler con su propia madre, una sufrida mujer a la que deseaba que su esposa se pareciese; luego revisó algunas escenas traumáticas de la infancia que ligaban la música a la violencia de los padres. Como fondo general, había empleado una explicación edípica del caso, figura tan vulgarizada por la información contemporánea que parece un tema banal de revista de domingo, pero entonces suscitaba un gran impacto intelectual y emocional. Y tuvo un gran efecto.

Probablemente un terapeuta actual consideraría la pérdida de Alma como una grave lesión narcisista que no podía compensarse sino mediante el amante, pero no dejaría de considerar a Gustav bajo un proceso de duelo. Seguramente haría lo mismo que hizo Freud, organizar un sentido de la pérdida que disminuyese el carácter tormentoso del duelo, y permitiese su elaboración. Para ese propósito mayor, Freud hizo del relato de Mahler una historia, le dio un significado. Debemos a Oscar Wilde una definición memorable: la música es lo que permite tener historia incluso a los que no la tienen. En este caso, Freud entregó la melodía: la intervención psicoanalítica, como la música, se desliza sobre tiempo, es un ordenador del tiempo, y convirtió en historia la angustia de Mahler. Para decirlo en el registro musical: le puso letra a Mahler. Hizo lo que Mahler con la ópera, porque la ópera procura esa fusión de sonido e historia, de palabra y música, o dicho en lenguaje de Freud, de significado y pulsión.

Pese a su temor, que describió “como sacar una viga mayor de un edificio desconocido”, Freud alivió al compositor en esa soleada caminata de cuatro horas donde intercambiaron silencio y palabras. El ¨edificio desconocido¨ guardaba la ¨extraña afinidad¨ que Freud encontraba en los judíos según relata en una de sus cartas. Hubo un encuentro, y ese encuentro estabilizo con una historia el poderoso tormento del duelo. El gran poeta suizo Robert Walser decía “siempre que no escucho música siento que me falta algo, pero cuando escucho música sé concretamente cómo es que me falta algo”. Eso es lo que procuró Freud, aunque sin música: cernir una falta, darle una geografía a la pérdida para que Mahler supiera más lo que le faltaba, de modo que esa inquietud difusa y dolorosa pudiera rodear el objeto perdido. La diferencia inicial entre el psicoanalista y el compositor, que era de palabra y emoción, de semántica y sonido, fue finalmente sobre algo que ambos sabían tejer. Esa lana rodaba sobre sus pasos.También el poeta Walser, que había captado ¨cómo es que le falta algo¨, había sido un devoto caminante diario. La caminata, ese ritmo básico del tiempo humano, fue realizada multiplicando sus propios ecos. Una siembra de interrogantes, preguntas,vacilaciones, y silencios. Una conversación de judíos ¨chamarileando,más allá de sus diferencias.

El clima de muerte siguió duramente a Alma Mahler, luego de la muerte del músico (a un año de la legendaria sesión a pie). Ella retomo la relación con Walter Gropius, su amante, se casó y tuvo una hija que murió en la adolescencia, luego tuvo un hijo con Franz Werfel que también murió muy pequeño. Viene a este caso sombrío recordar que el director Daniel Baremboin observaba que la música ocurre entre silencios, como la vida: hay un silencio antes de nacer y otro después de morir; la música sucede entre dos muertes. Dicha semblanza hubiera podido ser adoptada en algún instante por aquellos dos paseantes que tejían un duelo en Leyden.
Esa caminata sigue sucediendo hoy, antes del pesado siglo XX, como la rememoración de una cultura reflexiva, que todavía caminaba y escuchaba. Su ausencia sigue pulsando en la indetenible contaminación de velocidad y sonido que nos atosiga. Su vacilación, su fértil goteo del tiempo, contrasta con la actual intolerancia para la espera, la pausa y la incertidumbre. Quizás por esa lenta morosidad, la imagen esencialmente desdeñó esa joya. El cine había eludido la anécdota, pero logró una extraordinaria aproximación por la fineza de Visconti y luego por la creatividad de Ken Russell. Recientemente, sin ese cuidado, en ocasión del aniversario de Mahler, fue retomada por Percy y Felix Adlon, con el expeditivo título de “Mahler en diván”. Este director ya había perpetrado otro film exótico y romántico en “Café Bagdad”, donde hizo fumigar un intenso realismo mágico sobre el desierto que había prestigiado Win Wenders en “ Paris Texas”.
Ahora el reto fue mayor, la realidad ofreció gran resistencia al guión porque era sólo una caminata de cuatro horas, la de Freud y Mahler, y de una profundidad difícil de traducir a un cine de comida rápida. Como no se podía desperdiciar la promesa escenográfica de la Belle epoque, le instalaron un diván a la historia, alargaron la sesión a días, impusieron una hipnosis, escenas eróticas, símbolos dorados ( ¿no estaba también Klimt por ahí ? ). Pese a todo el esfuerzo de producción, no lograron sepultar aquella gloriosa caminata en fa menor. Visconti había sido prudente, delicado, sabía que esos temas se deben presentir, que hay una riqueza mayor en respetarlos con distancia. Era aquel un tiempo que permitía el tiempo, un tiempo de caminata, a la velocidad de una conversación, sin que el mundo se apurase, ni las exigencias declamatorias que años más tarde impondrían las ideologías, y que afectaría la atención de todos, también de los judíos, que entre otras cosas ya habían dejado de ¨chamarilear¨.

*Psicoanalista y escritor