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CARLOS BOYERO

Claude Lanzmann ofreció al mundo mediante un documental de 10 horas titulado Shoah la reconstrucción y los testimonios de una de las barbaries más grandes que se han perpetrado en la historia de la humanidad. El cine ha conseguido estremecer a cualquier espectador con dos dedos de frente y un poco de corazón con historias sobre el Holocausto, como las magistrales La lista de Schindler y El pianista, pero allí había intérpretes, música, el tratamiento estético con el que se construyen las ficciones. Sin embargo, en Shoah todo está desnudo, es pavorosamente real, ofrece incontestables datos y la concesión de algunos que lograron sobrevivir al espanto.

Lanzmann, que ahora tiene 87 años, ha dedicado toda su obra cinematográfica al tema de la cuestión judía, a recordarnos a todos una y otra vez la ignominia en la que fueron asesinadas seis millones de personas por el hecho de pertenecer a una determinada raza. Su eterna obsesión es tan legítima como necesaria.

Ayer presentó en Cannes, fuera de concurso y en presencia de la ministra de Cultura francesa, el documental El último de los injustos, un nuevo buceo en el antiguo horror. Cuenta la deportación de 121.000 judíos austriacos a una ciudad de Checoslovaquia que la propaganda nazi pretendió disfrazar como si fuera un gueto ejemplar, en el que sus habitantes hacían una vida normal y aparentaban sentirse felices. Hubo tres rabinos en ese gueto presidiendo el Consejo judío. Dos de ellos fueron asesinados, pero uno tuvo la inmensa suerte de seguir vivo. Se llamaba Benjamin Murmelstein. Al terminar la guerra fue acusado de haber colaborado con los nazis y encarcelado durante un tiempo. Le liberaron al demostrarse no solo su inocencia sino la inmensa labor que había realizado por la salvación de su gente. Cuando se celebró el juicio en Jerusalén a Adolf Eichmann, inventor y administrador de ese gueto presuntamente modélico, los fiscales utilizaron un libro que escribió Murmelstein en el que describía la suprema responsabilidad de Eichmann en el genocidio, pero no fue invitado a Israel para testificar en el proceso. De alguna forma, la sospecha sobre su culpabilidad le había marcado a perpetuidad.

Claude Lanzmann entrevistó largamente en Roma al exiliado Murmelstein a lo largo de 1975. Su testimonio es la base de El último de los injustos, un documental de 220 minutos que mantiene permanentemente el interés del espantado receptor. La filósofa Hannah Arendt, que siguió el juicio a Eichmann, describió a este hombre como alguien absolutamente banal, un ser inconsistente al servicio del mal. Murmelstein desmiente esa famosa teoría al describir la verdadera personalidad de Eichmann, un burócrata cuya corrupción era ilimitada, sinuoso, calculador, fanático, ladrón, en posesión de una estrategia maquiavélica para exterminar a los judíos, un tipo que era cualquier cosa excepto banal. El discurso de Murmelstein es mordaz, ilustrado, lúcido y fascinante. Lo que cuenta y cómo lo cuenta deja huella en el espectador. El último de los injustos no solo es un documental impresionante, también es obligatorio. La obra de Claude Lanzmann sobre el Holocausto debería exhibirse en todos los colegios del mundo para que desde pequeños conociéramos la maldad que puede llegar a practicar el hombre.


Fuente:elpais.com