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YOANNA SHUBICH GREEN*

El pasado 14 de junio se celebraron elecciones presidenciales en Irán; 50 millones ejercieron su voto entre seis candidatos elegidos por el Cuerpo de Guardianes —máximo órgano electoral y religioso— de los 686 aspirantes iniciales y donde las mujeres fueron censuradas. Analistas habían pronosticado una baja participación después de las acusaciones de fraude por las elecciones de 2009 y la violenta represión de las protestas de la oposición. Sin embargo, la participación fue mayor que la esperada, 72 por ciento. Así, se pone fin a los ocho años de gestión del nacionalista, ultraconservador y primer presidente que no fue ayatolá, Mahmoud Ahmadinejad, quien dejó una economía en crisis y un país aislado internacionalmente por las sanciones impuestas por el desarrollo del polémico programa nuclear iraní.

Irán es un Estado teocrático, donde el líder supremo es el dirigente clerical Ayatolá Ali Jamenei, quien toma todas las decisiones relevantes del país; por ello, se esperaba que el ganador fuera conservador y leal al sumo líder espiritual, sin embargo, sorpresivamente el vencedor fue el clérigo chiita Hasan Rohani, único candidato reformista moderado de los cuatro conservadores. Rohani fue secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional y el principal negociador nuclear de 2003 a 2005 cuando, con actitud conciliadora, aceptó una suspensión voluntaria del enriquecimiento de uranio que se prolongó hasta la llegada a la presidencia de Ahmadinejad en 2005. Rohani tiene experiencia con el sistema teocrático y atrajo votos de reformistas, ya que durante su campaña prometió fomentar una política exterior basada en una interacción constructiva con el mundo y menos antagónica, así como contar con una carta de derechos civiles en el país.

Esta alternancia en el poder es el reflejo de los cambios demográficos de la población iraní, donde 60 por ciento son jóvenes menores de 30 años y un tercio del electorado nació después de la Revolución Islámica de 1979, por lo que tiene poca conexión con las posiciones ideológicas de los líderes de línea dura de la época revolucionaria y de un régimen que ya no cumple con sus expectativas de futuro. La población iraní todavía confía en las elecciones como medio de cambio —a pesar del trauma de 2009— y que los reformistas finalmente decidieron participar en las elecciones a pesar de sus dudas antes de éstas. También muestra las tensiones y la corrupción del poder clerical y la erosión en la popularidad del líder supremo Ali Jamenei, por lo que incluso sus confidentes y leales, como Ali Akbar Velayati y Saeed Jalili, quedaron muy por detrás del vencedor.

La administración de Rohani tendrá que enfrentarse a numerosos retos: continuar o no con el apoyo al régimen sirio de Bashar al-Assad y la participación de combatientes chiitas de Hezbolá; proyectarse como una potencia regional y seguir con una postura defensiva frente a la presencia de Turquía y los estados árabes sunitas que están a la ofensiva de la presencia regional iraní; de qué forma proseguir con el programa nuclear; y encausar una economía en crisis con altas tasas de inflación y desempleo, entre otros.

En Irán, la política exterior, las cuestiones de seguridad y el programa nuclear son decisiones del líder supremo, el Ayatolá Ali Jamenei. El Presidente tiene muchas limitaciones, sin embargo, tiene gran influencia en la toma de decisiones económicas y, con el ascenso de Rohani, las relaciones con el exterior, los derechos civiles y la situación de la mujer podrían mejorar. Es una gran oportunidad para Irán en particular y para el mundo en general.

* Profesora de la Escuela de Relaciones Internacionales, Universidad Anáhuac México Norte.

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Fuente:excelsior.com.mx