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LEÓN KRAUZE

Hace un par de semanas, un jurado de seis mujeres declaró no culpable a George Zimmerman del asesinato de Trayvon Martin, un adolescente afroamericano de 17 años de edad balaceado en Florida en febrero de 2012 mientras caminaba de vuelta a su casa con solo unos dulces en el bolsillo.

Vale la pena recordar la historia.

Zimmerman manejaba por la zona de Twin Lakes, en la ciudad de Sanford, cuando vio a Martin. El paso lento del muchacho y el hecho de que llevara tapada la cabeza con el gorro de la sudadera le parecieron motivo suficiente como para seguirlo. Como líder de la “vigilancia vecinal”, Zimmerman entró en acción. Llevaba un arma, obtenida de manera legal. Lo primero que hizo fue llamar al 911 mientras seguía los pasos de Martin.

La operadora le suplicó que actuara con cautela, además de indicarle con toda claridad que no era necesario que confrontara al muchacho. Pero Zimmerman no sabía de razones. “Se ve sospechoso, como si estuviera drogado”, le dijo a la operadora del servicio de emergencia.

La llamada se cortó segundos después. Tras colgar el teléfono, Zimmerman bajó de su camioneta y trató de detener a Martin. Ambos, se dice, forcejearon: uno armado con sus puños adolescentes y el otro con una pistola 9 milímetros. La zacapela terminó de manera previsible: Zimmerman mató a Martin de un balazo en el pecho.

Increíblemente, el asesino fue liberado, gracias a las leyes locales y a la absurda teoría de que el episodio había sido en defensa propia. Cuarenta días después, gracias a una auténtica avalancha de indignación en todo Estados Unidos, la policía finalmente arrestó a Zimmerman y lo puso a disposición de la autoridad para ir a juicio. De poco sirvió: gracias a la torpeza de la fiscalía —pero también al prejuicio latente—, Zimmerman fue declarado no culpable y recuperó su libertad de inmediato. Aunque aún podría enfrentar otros procesos legales, la dolorosa verdad es que el tipo se salió con la suya, matando casi por deporte a un muchacho inocente.

Al veredicto han seguido semanas de rabia. Hubo protestas en Los Ángeles, Nueva York, San Francisco y varias otras ciudades. Columnistas de todos los diarios se sumaron al coraje y la perplejidad, no solo del asesinato en sí, sino del desenlace del proceso penal. Charles M. Blow, notable periodista (afroamericano) del New York Times, se preguntaba dolido: “todo el sistema le falló a Trayvon Martin. ¿Qué evitará que le falle a mis hijos o a los suyos?” Al principio, la Casa Blanca trató de mantenerse lejos de la polémica. Unas horas después del veredicto, publicó un comunicado de apenas nueve líneas. Al final, sin embargo, la presión obligó a Barack Obama a presentarse espontáneamente en una conferencia de prensa para, sin apuntes, dar un discurso emotivo. “Yo pude haber sido Trayvon Martin”, dijo.

Las palabras de Obama ilustran claramente la naturaleza de la indignación tras la absolución de George Zimmerman. Lo que lamentan los que protestan el veredicto es la conclusión inevitable de que en éste, el más delicado de los pendientes morales e históricos de Estados Unidos, las cosas han cambiado muy poco. El racismo sigue siendo parte de la vida cotidiana estadunidense. Si Trayvon Martin hubiera tenido la piel blanca y Zimmerman no hubiera sido “mitad blanco, mitad hispano” sino afroamericano, el desenlace legal habría sido seguramente distinto. La prevalencia de lo peor de este país es lo que en realidad duele a los que lloran la muerte de Trayvon Martin.

Es una emoción que a los mexicanos debe resultarnos tristemente conocida. Yo, por lo pronto, la sentí hace un par de días cuando observé, con dolor y asombro, el video en el que un funcionario en Villahermosa —un tal Juan Diego López Jiménez— humilla a un pequeño vendedor de dulces antes de robarle parte de su mercancía. Las imágenes, que causaron tremenda y merecida indignación en redes sociales, culminaron con el cese y la posterior detención de López Jiménez. Hay que celebrar el desenlace.

Las desgarradoras lágrimas del niño dulcero —Manuel Díaz, de San Juan Chamula— merecen la justicia más contundente. Pero la indignación de los que vimos el video arraiga, creo, en un dolor más profundo.

La prepotencia y la crueldad con la que López Jiménez trató al niño revelan, en un minuto que queda para la historia de la vergüenza mexicana, la prevalencia de nuestros propios vicios, de nuestros enormes defectos como sociedad. López Jiménez no solo era un funcionario de quinta que abusó, como tantos y tantos, de su miserable y pasajera autoridad. También fue —y es— un racista de la peor calaña. Y eso, me temo, nos pone frente al espejo de nuestras más dramáticas carencias morales. Como Estados Unidos al mirar el cadáver de Trayvon Martin, nosotros no podemos escapar de la imagen de Manuel Díaz, sollozando, arrodillado en la calle, tomándose la cabeza, preguntándose por qué.

Ojalá algún día le tengamos una respuesta.

Fuente:sipse.com