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JOSCHKA FISCHER

Egipto está en el corazón de la revolución árabe, aun cuando la chispa inicial se haya encendido en Túnez. Pero Egipto —con su ubicación estratégica, sus fronteras estables, su gran población y su antigua historia— ha sido durante siglos la principal potencia en el mundo árabe y definió el movimiento de la historia en la región como ningún otro país. Esto implica que el derrocamiento del presidente egipcio democráticamente electo, Mohamed Morsi, tendrá repercusiones mucho más amplias.

¿Fue la destitución de Morsi una clásica contrarrevolución disfrazada de golpe militar? ¿O el golpe evitó la completa toma del poder por los Hermanos Musulmanes y evitó así el colapso económico de Egipto y su caótica caída hacia una dictadura religiosa?

Nadie debe negar que lo ocurrido en Egipto fue un golpe militar, ni que las fuerzas del régimen del expresidente Hosni Mubarak han vuelto al poder. Pero, a diferencia de 2011 —cuando unos pocos liberales favorables a Occidente y una enorme cantidad de jóvenes de la clase media urbana se congregaron contra Mubarak—, ahora los mismos grupos apoyan el golpe, otorgándole una cierta legitimidad (¿democrática?). Sin embargo, no es posible minimizar el derrocamiento por los militares de un Gobierno democráticamente electo.

¿Cuáles son entonces las opciones de Egipto? ¿Repetirá la tragedia de Argelia, donde los militares cancelaron una elección para evitar que los islamistas asumieran el poder y condujeron a una guerra civil que duró ocho años y se cobró 200.000 vidas? ¿Volverá el país a una dictadura militar o terminará Egipto con algo parecido a una democracia kemalista, como la que prevaleció largo tiempo en Turquía, con un Gobierno civil y las decisiones en manos de los militares? Las tres alternativas son factibles, aunque es imposible predecir cuál primará.

Pero algo sí puede afirmarse ya con certeza: la distribución básica del poder en la sociedad egipcia no ha cambiado. Los militares y los Hermanos Musulmanes se dividen el poder entre ellos. Los liberales con orientaciones occidentales no tienen poder real y se yerguen, como vemos ahora, sobre los hombros del Ejército. No debemos olvidar que el contrincante de Morsi en la elección presidencial de 2012 fue Ahmed Shafik, un exgeneral y el último primer ministro de la era Mubarak —ciertamente, no se trata de un liberal—.

Una victoria de los Hermanos o los militares no sería una victoria de la democracia. Hamás, que ha controlado Gaza desde 2006, puede servir como ejemplo de lo que desean los Hermanos: poder indiviso, incluso sobre los militares. De manera similar, el control del poder egipcio por el Ejército, que comenzó en la década de 1950, tuvo como resultado una dictadura que se prolongó durante décadas.

Pero hay ahora un tercer factor en juego, uno nuevo que no mide el poder de la misma forma que los militares y los Hermanos. A través de su liderazgo en las protestas durante dos años, los jóvenes de la clase media urbana han logrado su propia legitimidad y, con sus capacidades tecnológicas y lingüísticas, son capaces de dominar el debate mundial sobre Egipto.

Estos jóvenes desean progreso, no poder; quieren que el futuro se asemeje a la vida que ven en Internet y Occidente. Si este movimiento se canalizara hacia la política institucional, afectaría significativamente la distribución interna del poder en Egipto.

El drama que se revela en Egipto estará enmarcado por el triángulo de contradicciones y demandas entre estos tres grupos. Y no debemos olvidar que, junto con la sensación que experimentaron los jóvenes de falta de futuro bajo las dictaduras militares nacionalistas del pasado, la pobreza masiva fue el segundo disparador de la revolución de 2011.

A la contradicción entre los militares y los Hermanos Musulmanes no solo subyace una cuestión religiosa. También están todos los problemas sociales, incluida la desigualdad, que afectan a las sociedades árabes. Los Hermanos han asumido eficazmente un papel similar al de los partidos políticos europeos de izquierda en el siglo XIX. Quien desee debilitar a los Hermanos debe ocuparse de las urgentes cuestiones sociales que plantean e intentar solucionarlas.

Esto significa que, sin importar la solución que finalmente se imponga, será evaluada de acuerdo a su capacidad para solucionar la crisis económica (en especial, la falta de oportunidades laborales para los jóvenes) y una creciente pobreza masiva. Las probabilidades de que esto ocurra son escasas.

En todo el mundo árabe, el nacionalismo limita a las sociedades y retarda la cooperación, el desmantelamiento de aranceles y la creación de una comunidad económica. Y, sin embargo, las economías de los países árabes en crisis son demasiado pequeñas como para prosperar por sí mismas. Incluso si todo va bien no pueden ofrecer a sus numerosas y jóvenes poblaciones la esperanza de un futuro positivo. Necesitan una mayor cooperación que, gracias al lenguaje común que comparten, descansaría sobre una base más sólida que la europea.

En Egipto, Occidente debe trabajar con las tres fuerzas políticas líderes —los militares, los Hermanos y los jóvenes urbanos— porque ninguna solución de corto plazo asumirá la forma de una opción única. El peor enfoque sería marginar, o incluso perseguir, nuevamente a los Hermanos Musulmanes y al islam político.

En términos más amplios, con la guerra civil siria que desestabiliza a Líbano y amenaza con afectar de igual manera a Jordania, y con un Irak asediado por una violencia sectaria semejante, el golpe militar en Egipto parece anunciar el fin de las revoluciones árabes, al menos por ahora. En todas partes los signos apuntan hacia atrás.

Pero no debemos engañarnos. Incluso si la lucha por el poder parece decidida, esto no implica un regreso al statu quo previo. Cuando al año siguiente se dio marcha atrás a las revoluciones de 1848 en Europa, todo ya había cambiado, como ahora sabemos. Las monarquías continuaron en el poder durante décadas, pero la Revolución Industrial y la llegada de la democracia se habían tornado imparables.

También sabemos, sin embargo, que esto condujo a Europa a un futuro que distó absolutamente de la serenidad. Tal vez el mundo árabe no se vea tan profundamente afectado, pero ciertamente el futuro próximo no será allí pacífico ni estable.

Joschka Fischer, ministro de Asuntos Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005, fue líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.

Fuente:elpais.com