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FILOMENA RODRÍGUEZ

Se les considera ratas miserables, traidores de la peor especie. Los jefes judíos de los guetos nazis sospechosos de haber colaborado con los nazis en el exterminio de su propio pueblo han sido siempre objeto de un desprecio profundo. Pero entre todos ellos tal vez el que se lleva la palma es el rabino Benjamin Murmelstein, el único de los tres dirigentes judíos del gueto de Terezín, en la antigua Checoslovaquia, que no fue asesinado durante la guerra. “Como me han asegurado todos los supervivientes de Terezín, Murmelstein merecía haber sido ahorcado”, escribió de él el famoso estudioso de mística judía Gershon Sholem.

Al concluir la Segunda Guerra Mundial Benjamin Murmelstein fue sentado por colaboracionismo en el banquillo de los acusados de un tribunal popular checoslovaco, que tras 18 meses de investigaciones sentenció que los hechos no subsistían. Pero la sombra de la sospecha le perseguió hasta su muerte en 1989 en Roma, ciudad a la que se había trasladado más de 40 años atrás. Hasta tal punto era abominado que cuando llegó a Roma en 1947 el entonces rabino jefe de la ciudad, David Prato, le invitó a marcharse inmediatamente indicándole que si no lo hacía no garantizaba su seguridad. Y cuando murió, el que fuera el rabino jefe de Roma en ese momento, Elio Toaff, no permitió que fuera enterrado en la tumba de su esposa en el cementerio judío de Roma, ni que le fuera recitada la oración fúnebre judía.

Cuando el cinestas francés Claude Lanzmann realizó después de 11 años de trabajo esa monumental y estremecedora obra maestra de casi nueve horas de duración titulada Shoah sobre el exterminio de los judíos a manos de los nazis, entre las 350 horas de entrevistas que grabó con supervivients del Holocausto había varios rollos que recogían las conversaciones que mantuvo con Benjamin Murmelstein en Roma en el verano de 1975. Lanzmann, que siempre se ha interesado por los héroes ambiguos, por los personajes equívocos que habitan en la zona gris, no utilizó las declaraciones de Murmelstein. Pero tampoco conseguía sacarse de la cabeza la historia del gran traidor, del responsable judío del gueto de Terenzin que antes había estado al frente de la oficina de inmigraciones judías de Viena fundada por Adolf Einchmann.

Así que 30 años después, Lanzmann ha transfomado todo ese material en un documental de casi cuatro horas que ha presentado fuera de concurso en la pasada edición del festival de Cannes, que lleva por título Le dernier des injustes (El último de los injustos), y en el que rehabilita la figura de Benjamin Murmelstein, presentándole no como un traidor sino como un héroe que, a diferencia de quien optó por largarse, permaneció en su puesto y ayudó a salvarse a muchos judíos, aunque para ello se viera obligado a sacrificar a otros.

Hemos hablado con el único hijo de Benjamin Murmelstein, Wolf Murmelstein, quien estuvo de niño en Terezín junto a su padre. Tiene 77 años, vive en Lasdispoli (una localidad a las afueras de Roma) y aunque lleva medio siglo en Italia aún habla el italiano con un fuerte acento alemán. “Yo solo soy el hijo. El hijo de un hombre que cumplió con su deber y que murió en el 89 con gran sufrimiento”, se presenta.

¿Cuándo fue la primera vez que oyó insultos contra su padre?

Tenía siete años. En el gueto de Terezín muchos llamaban cerdo a mi padre, gritaban “Murmelschwein, Murmelschwein!”. “Schwein” significa cerdo en alemán y transformaron nuestro apellido, Murmelstein, en Murmelschwein. Ese fue el primer insulto que oí.

En la Enciclopedia Británica se dice que su padre era temido y odiado.

Si, claro que lo era. Si se quiere mantener el orden en una comunidad heterogénea y condenada al encierro como la que había en el gueto de Terezín uno no se hace muchos amigos, no resulta muy simpático. El lugar en sí mismo no era nada agradable, se lo puedo asegurar. Era un lugar en el que solo se pensaba en lo inmediato, por la mañana se pensaba en la tarde y por la tarde en la noche. Lo más lejos en lo que se pensaba era el día siguiente.

¿Le preguntó alguna vez a su padre por qué le insultaban?

No, nunca. Veía poco a mi padre. Sus obligaciones le ocupaban a tiempo más que completo. Esa es la realidad.

Cuando le veía, ¿cómo era su padre?

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Cuando le veía estaba nervioso, cansado y tampoco me dedicaba gran atención. No se puede decir que no se ocupara de mi educación, hizo lo que se podía. Pero no hablaba de ciertas cosas en casa. Mi padre sabía tener el pico cerrado. Por eso sobrevivimos: en esa época era necesario mantener el más absoluto secreto, y aún así no era suficiente. Recuerdo haber oído decir una vez al comandante de Terezín que los judíos hablábamos demasiado. Y ahora déjeme que le cuente cómo funcionaba el gueto de Terezín: si el comandante hacía la vista gorda se respiraba, pero si la gente se desmadraba un poco, si hablaba demasiado y la cosa podía llegar a oídos de los superiores del comandante, entonces este actuaba con mano dura. El comandante no quería correr el riesgo de acabar en el frente, para él Terezín, el frente judío, era un puesto cómodo, bastante más cómodo que el frente ruso.

¿Cuantos años tenía usted cuando estuvo en el gueto?

Siete, ocho años…

¿Recuerda aquellos días?

Claro que los recuerdo. Recuerdo que en 1942 en Viena, con seis años, ya llevaba la estrella amarilla que distinguía a los judíos, mientras que algunos, que después de la guerra se convertirían en antifascistas de profesión, por aquel entonces aún escribían basuras sobre la defensa de la raza en periodicuchos. Hay ciertas cosas que nadie me puede decir porque yo estuve allí.

¿Cómo era el gueto? ¿Cómo olía?

Era una comunidad muy mezclada. Había judíos practicantes, judíos agnósticos, medio judíos… Me acuerdo de una niña, muy mona, que era la tercera generación de bautizados de una antigua familia judía. Sus cuatros abuelos se habían convertido al catolicismo, pero para la oficina de la raza era judía, debía llevar la estrella amarilla y estar encerrada en el gueto. Recuerdos, recuerdos… Yo, por motivos varios, hice una vida bastante apartada, estaba casi todo el tiempo en casa con mis padres. Como mi padre era funcionario teníamos una pequeña casa e incluso un teléfono. Me acuerdo que un día, muy temprano por la mañana, sonó el teléfono. Aún oigo a mi padre respondiendo al aparato: “Pero señor teniente, solo son las siete”, dijo. El teniente alemán estaba tan borracho que no era capaz de distinguir si eran las siete o las ocho. Porque por las noches montaban juergas. Era mejor que montaran juergas, así nos dejaban en paz. Y si nos dejaban en paz era porque había uno que se ocupaba de mantener el orden, y ese era mi padre.

¿Iba usted a la escuela?

No, la educación escolar estaba prohíbida a los judíos.

Pero he leído que en Terezín funcionaba una escuela clandestina.

Si, pero yo no la frecuenté mucho. Dado el cargo de mi padre, me encontraba un poco fuera de lugar en todos lados.

¿Cómo mantenía su padre el orden?

Para mantener el orden mi padre ordenaba arrestos durante algunos días sin recurrir al llamado tribunal del gueto, porque las sentencias del tribunal de gueto debían de ser presentadas al comandante, y esto era algo que se debía de evitar en el propio interés del acusado. Mi padre recurría a procedimientos policiales: al que montaba follón lo ponía tres días en arresto y luego lo sacaba y lo mandaba de vuelta al trabajo. Eso era todo. La única superviviente romana de Auschwit, Settimia Spizzichino, me contó una vez que la jefa judía de su barracón había apaleado con un bastón a su hermana. Lo hizo porque debía demostrar a la jefa alemana que sabía mantener el orden y, sobre todo, porque si no le hubiera apaleado hubiera sido mucho peor. Esa era la situación, y es necesario entenderlo. Es necesario entender cuál era la situación cuando mi padre estaba dos horas de pie ante el comandante nazi para darle el informe diario. Tenía que ser capaz de ofrecer respuestas inmediatas, no podía pararse a reflexionar. Y lo mejor para todos era que se mantuviera callado sobre lo que hablaba con el comandante. El último comandante de Terezín era un vienés de clase obrera, mecánico de profesión, y al no ser un intelectual era menos malvado, menos fanático que otros.

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A su padre se le echa en cara el haber hecho el juego a los nazis, el haber sido cómplice por ejemplo de la pantomima propagandística alemana que pretendía hacer creer al mundo que el gueto de Terezín era un bonito modelo de convivencia judía en lugar de lo que realmente era: un centro de concentración donde se reunía a los judíos antes de trasladarlos a Auschwitz u otros campos de exterminio. Su padre dirigió los trabajos para dar un lavado de cara al gueto y que diera el pego cuando fue visitado por una delegación de la Cruz Roja Internacional.

Llevar a cabo esos trabajos era la única manera de conseguir mejorar un poco las condiciones del gueto, hacerlo un poco menos triste, menos feo. Eso es lo que la gente no entendía. Era la única manera de obtener alguna cosa, y desafío a cualquiera a que me diga qué otro modo había de obtener algo. Todos esos filósofos y charlatanes varios que se atreven a juzgar a mi padre se olvidan del hecho de que Hitler llegó al cargo de canciller del Reich el 30 de mayo de 1933 de manera legal. Era un Gobierno sujeto de derecho internacional hasta la rendición firmada por Karl Dönitz con efecto el ocho de marzo de 1945. Los nazis eran un poder constituido e internacionalmente reconocido. ¿Qué podía hacer mi padre? La gente no piensa esto. Para crear las condiciones para que el gueto fuera visitable se nos impuso trabajar 70 horas a la semana. Era menos de lo que se trabajaba en Auschwitz, donde se trabajaba unas 84 horas a la semana. Adolf Eichmann vino a ver Terezín el cinco de marzo de 1945 y dio su visto bueno a los trabajos que habíamos realizado. Si quiere que le diga la verdad, mi padre fue acusado de hacerle el juego a los nazis sobre todo por el grupo chescolovaco de Terezín, que no llevaba nada bien que mi padre fuera de Viena. Porque allí también había localismos. Era una comunidad en detención forzosa, muchos miraban mal a mi padre porque venía de fuera, de Viena, y porque era un Judenrat, un miembos del consejo judío, es decir, una persona que había sido designada por los nazis como uno de los responsales judíos del gueto.

¿Su padre podría haber rechazado asumir ese cargo?

Los alemanes dieron la orden de constituir los consejos judíos. Quien había escapado y estaba seguro no tenía de qué preocuparse. Mi padre era rabino en un barrio de Viena y se mantuvo en su posición mientras otros se ponían a salvo. Lo hizo porque era su deber, y porque lo contrario habría sido una impiedad. Por cumplir con su deber mi padre se tuvo que relacionar con personas que tenían instinto criminal, y si alguno no lo tenía se lo inculcaban. Pero mi padre consideraba que un rabino o dirigente de la comunidad tenía la obligación de continuar en su puesto, que debía formar parte del consejo judío y afrontar la muerte, como los propios rabinos ortodoxos dijeron. Uno de ellos dijo incluso que si la comunidad era condenada a muerte y por un medio u otro se podía salvar una parte de ella, los dirigentes tenían que salvar esa parte, tenían que salvar lo salvable. Y eso es lo que hizo mi padre.

“Un cirujano, cuando está operando, no puede llorar”, le dijo su padre a Lanzmann.

Eso es. Había que salvar lo salvable. Y salvar lo salvable en el caso de mi padre significaba aceptar el cargo de miembro del consejo judío de Terezín y hacer lo que pudiera. Es así de simple. Quien no estaba allí, quien estaba a salvo, no sabe nada. Y al menos debería tener el buen gusto de callarse.

A su padre se le ha acusado de haber colaborado con los nazis en la deportación de miles de personas desde Terezín a los campos de exterminio.

¡No es verdad! No se sabía nada, absolutamente nada. Mi padre tuvo las primeras noticias alarmantes en 31 de diciembre de 1944, cuando llegó al gueto un grupo de eslovacos que habían logrado información sobre los campos de exterminio de manera clandestina. Hasta entonces no sabíamos nada de los campos de exterminio.

Cuando su padre veía que personas encerradas en el gueto eras trasladadas, ¿a dónde pensaba que les mandaban?

Mi padre se encontró en octubre de 1944 en una situación terrible, cuando empezaron los transportes. Obtener la exención del trasporte por este o aquel motivo era un regateo terrible. Había que estar allí para entenderlo. Por supuesto, mi padre tenía malos presentimientos, pero nadie era capaz de imaginar lo que estaba realmente ocurriendo, nadie lo sabía. Circula la teoría de que Leo Baeck, un gran rabino alemán que estaba encerrado en Terezín, lo sabía. Pero es absurdo. Esa tesis tiene dos versiones. Una de ellas sostiene que Baeck fue informado en 1942 en Berlín a través de un conocido suyo no judío de lo que sucedía en Auschwitz y en los campos del este. Es absurdo, porque en Berlín quienes sabían eso eran personas que es obvio que no podían ser amigos de un judío como Baeck. La otra versión, más difundida, es que alguien que escapó de Auschwitz acudió a Terezín para informar a Baeck. De nuevo absurdo. Los propios tribunales del pueblo checoslovacos admiten que las primeras noticias alarmantes sobre los campos de exterminio solo se conocieron a finales de diciembre de 1944.

Dicen que en el propio gueto de Terezín había una cámaras de gas.

En el gueto comenzó a construirse una estructura sospechosa, un edificio sin aberturas al exterior. Y no solo eso: no había un proyecto escrito para la construcción de esa estructura, solo instrucciones orales. De vez en cuando venían peces gordos de las SS a visitar esa estructura, y a mi padre no le llamaban para que acompañara a esas visitas, como solía ocurrir habitualmente. Todo eso hizo que surgieran fuertes sospechas. Mi padre fue a ver al comandante, como consta en los actos judiciales del tribunal popular, y le dijo que esa estructura estaba generando inquietud y temor entre los habitantes del gueto, y que si se desataba el pánico se podría producir una fuga en masa. El comandante le dijo que era un almacén para víveres y alimentos, pero después de hablar con mi padre se fue tres días a Praga y al regresar dio orden de suspender la construcción. Mi padre antes de ir a hablar con el comandante dejó instrucciones precisas sobre qué hacer en caso de que fuera retenido. Tenga presente que mi padre llevaba siempre consigo una ampolla de veneno para, en caso necesario, poder ingerirla inmediatamente. Era una precaución necesaria en esa época.

¿Nunca tuvo la tentación de utilizar esa ampolla?

La persona que la había preparado, un farmacéutico que se encontraba en Terezín, le quitó la ampolla de veneno a mi padre al terminar la guerra.

¿Por qué?

Para evitar que pudiera hacer uso de ella cuando fue arrestado por los soldados checoslovacos.

Antes de su traslado al gueto su padre dirigió en Viena la infame oficina de inmigraciones judías creada por Adolf Eichmann, el cerebro de la “Solución Final”.

Sí, antes de Terezín mi padre llevaba la oficina de inmigraciones judías en Viena. Y le puedo decir que durante un período de tiempo utilizó mucho el paso por España. Franco se comportó bien, no cerró la frontera al paso de los judíos, así que muchos atravesaron España para llegar a Lisboa y desde allí embarcarse a América. Era un trabajo difícil. No se trataba de organizar excursiones turísticas, para entendernos. Además de la ruta a través de España, había otra que atravesaba Rusia y Manchuria hasta Shangai. Imagínese lo que debía de ser para un judío de la época un viaje dese Viena a Shangai… Y aquellas eran las últimas vías de salvación desde el 39 al 41.

Supongo que ya en la época de responsable de la oficina de inmigraciones judías comenzarían las críticas contra su padre.

Sí. Se decían cosas absurdas, como que mi padre había enseñado el hebreo a Eichmann, una mentira como una casa. Eichmann ni siquiera era capaz de distinguir unos garabatos de las letras del alfabeto hebreo, mi propio padre lo pudo constatar. Es verdad que Eichmann, cuando lo capturaron en Buenos Aires, recitó las primeras palabras de la más importante oración judía. Pero no se lo enseñó un rabino. Después de la guerra Eichmann fue a parar a un campo de refugiados y allí se hacía trueque con todo: dos paquetes de cigarillos por una oración judía con la que te daban luego dos latas de sardinas. Solo allí pudo aprender esa oración. También se decía que mi padre, cuando está al frente de la oficiana de inmigraciones de Viena, aceptaba dinero a través de su hijo universitario por ayudar a judíos a salir del país. Su hijo era yo y en esa época aún no había cumpido los tres años, lo que ya lo dice todo sobre las habladurías que corrían.

Tras la liberación del gueto de Terezín su padre fue detenido por soldados checoslovacos y juzgado por colaboracionismo con los nazis.

Un tribunal del pueblo llevó a cabo una investigación instructoria durante 18 años y escuchó a todos los testigos, incluidos aquellos que por lo general no se pueden escuchar en un tribunal religioso. Y sentenció que los hechos no subsistían. Se debe aceptar ese fallo y punto. Y nadie pueden arrogarse el poder de juzgar sin saber lo que ocurrió. En la Biblia se dice que no hay que juzgar si no se quiere ser juzgado. En los dichos rabínicos se dice que no hay que juzgar a tu compañero si no has estado cerca de él. Sin embargo, ese principio con mi padre no se respetó. ¿Mi padre era un general de las SS? Le digo esto para poner de relieve lo absurdo que ha sido todo. Ha sido una situación dura para mi, muy dura. Pero por suerte siempre he encontado también gente que me ha tratado bien.

A pesar de esa sentencia, la sospecha de ser un traidor y un colaboracionista siempre acompañó a su padre. El entonces rabino jefe de Roma, Elio Toaff, ni siquiera permitió que fuera enterrado en el cementerio judío de Roma.

Mi padre está enterrado en el cementerio judío en Roma, lo que no permitiron es que fuera sepultado en la tumba de mi madre, nos obligaron a enterrarlo en el confín del cementerio. Ahora está en buena compañía, junto a algunos supervivientes de Auschwitz que posteriormente han sido enterrados próximos a él. Pero la verdadera ofensa fue el que no me permitieran recitarle la oración judía para que el difunto tenga paz, una oración que para nosotros es muy importante. Cuando me negaron eso yo sufrí un auténtico shock, y me acordé de cosas que ya creía haber olvidado.

¿Ha sentido alguna vez la tentación de renegar de la religión judía, visto como ha tratado la comunidad judía a su padre?

En el 48 a mi padre le ofrecieron la posibilidad de renegar, la posibilidad de colocarlo en una universidad americana con una cátedra a la altura de sus estudios. Pero como Israel Zolli, el gran rabino de Roma que se convirtió al catolicismo y que daba clases en el Instituto Bíblico, a partir de ese momento no debía saber nada, no debía decir nada. Mi padre entendió enseguida que no se fiaban de él. En nuestra familia algunas cosas eran impensables, completamente impensables. Usted me pregunta ahora por qué no he abandonado la comunidad. No lo he hecho en primer lugar porque según los principios con los que me han educado es algo inconcebible. Y no lo he hecho porque el estar dentro de la comunidad me ha permitido también dar nuestra versión.

¿Pero aún es usted religioso? ¿Acude a la sinagoga, reza?

A la sinagoga he ido hasta que mis problemas de salud me lo han impedido. En abril de hace siete años tuve una infección del sistema nervioso. El medico me dijo que se debía a que el estrés había debilitado mis defensas. Todavía estoy en tratamiento neurológico y el médico me ha prohibido acudir a la tumba de mi padre para que no me altere. Rezar, rezo, pero en las oraciones del Yom Kippur, cuando hago la profesión de fe, no digo que creo en las enseñanzas de los maestros. En las enseñanazas de los primeros maestros sí creo. Pero después vinieron maestros que hablaron de más y en cuyas enseñanazas no puedo creer.

¿Usted perdona?

No se trata de eso. ¿Qué debo perdonar? El problema con mi padre es que hubo gente que se arrogó poderes que nadie le había dado, yo no puedo cometer ese error. Cada uno se las verá con el padre eterno, no conmigo. Yo lo que he pedido es ser escuchado. Pedí ser escuchado por un comité rabínico, y pedí ser escuchado junto con el miembro italiano del comité Auschwitz quien, como otros muchos supervivientes de Auschwitz, estaba de mi parte. ¿Extraño, no? Pedí ser escuchado, pedí poder hacer frente a todas las acusaciones que se hacían contra mi padre. Pero hicieron de todo para no escucharme. Yo no debo perdonar, es Dios el que debe perdonar ciertas cosas.

Tampoco a su padre le escucharon. Ni siquiera le permitieron ofrecer testimonio en el juicio contra Adolf Eichmann que se celebró en 1961 en Jerusalén.

Mi padre se ofreció en dos ocasiones a declarar, pero no le llamaron. El caso es que él habría podido decir cómo vio a Eichmann en persona participar en la Noche de los Cristales Rotos en Viena. El mal no es banal, por mucho que se empeñe Hanna Arendt, y mi padre lo sabía. Mi padre la Noche de los Cristales Rotos vio a Eichmann destrozar la sinagoga principal de Viena. Una investigadora alemana ha publicado la fotografía de esa sinagoga de Viena antes y después de esa noche. Los de las SS saquearon el arca sagrada en la que se guardaba la Torá, violaron los rollos sagrados de la Torá, y mi padre lo vio con sus propios ojos. Yo nunca tuve el valor de preguntarle hasta dónde había llegado la furia destructora de Eichmann. Pero vi esa fotografía y lo entendí. No era algo banal, por mucho que se empeñe Hanna Arendt, la discípula del filósofo nazi Heidegger. Lo que ocurre es que Eichmann pretendió hacer creer eso durante el juicio en Jerusalén. Esa gente eran asesinos, punto. Y Eichmann no era un simple ejecutor de órdenes.

Ahora que menciona usted a Hannah Arendt: en su libro “Eichmann en Jerusalén” ella sostenía que los dirigentes judíos se tenían que haber negado a asumir los cargos de responsables de los guetos que les impusieron los nazis.

¿Qué sabía Arendt de todo eso? Ella escapó, se puso a salvo mientras otros tenían que vérselas con esos criminales. Ahora se estrena el filme de Margareth von Trotta sobre Hannah Arendt, en el que la presenta como una heroína. Qué quiere que le diga.

¿Ha vuelto en alguna ocasión a los lugares de su infancia, a Terezín?

No. ¿Para qué?

¿De dónde es, de dónde se siente?

Nací en Viena y he vivido la mayor parte de mi vida en Italia. Pero no sé de dónde me siento. No tengo una lengua madre. La lengua que mejor conozco es el italiano, y mi pasaporte es italiano.

¿En que lengua sueña?

En italiano, y también en alemán y en húngaro. En inglés no, porque el inglés solo lo he utilizado por trabajo, para comunicarme con la empresa americana de la que era representante en Italia. Era la empresa de una persona que estimaba a mi padre y que me echó una mano ofreciéndome un empleo.

Lleva usted toda la vida tratando de lavar la memoria de su padre.

La de mi padre y la de otros. He escrito en defensa del rabino de Salónica Zevi Koretz, acusado en un modo increíble. He escrito en defensa de todos. Y lo que he buscado no ha sido solo defender a mi padre, sino la verdad histórica. Mi padre ya no necesita la justicia terrena, pero es importante que se conozca la verdad histórica. Soy uno de los pocos que aún luchan por la verdad histórica. No soy una persona erudita, he realizado estudios técnicos. Primero de contabilidad y después de economía y comercio. Me licencié en 1962 en Roma. Me hubiera gustado hacer la tesis sobre las causas económicas y sociales de la Segunda Guerra Mundial pero no fue posible, el títular de la cátedra era antisemita, hostil a los judíos, se percibía rápidamente. Así que no pude hacer esa tesis. Pero siempre me ha interesado la historia y me considero un aprendiz de historiador.

¿No ha tenido nunca dudas sobre el comportamiento y la integridad de su padre?

No, nunca, ninguna duda. Yo estaba allí.

Fuente:jotdown.es