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Enlace Judío México | Jennifer Teege empezó su vida con malas cartas, pero la verdad es que después tuvo bastante suerte. Fue una niña indeseada, fruto del breve idilio de una mujer alemana con un estudiante nigeriano, y tras pasar por un orfanato acabó adoptada por una familia de posibles de Múnich, que le permitió criarse cómoda y protegida. Tras acabar secundaria, se marchó a un ‘kibbutz’ y acabó quedándose cuatro años en Israel, donde asistió a la universidad: el color de su piel le ahorraba las suspicacias que en ese país rondan a veces a los alemanes. Se casó con un hombre de negocios, tuvieron dos hijos, residieron algún tiempo en Barcelona… El trato con su familia biológica se fue convirtiendo en un recuerdo remoto: hasta los siete años recibía esporádicamente las visitas de su madre, Monika, y también solía ver a su abuela, Ruth, pero tras la adopción solo había tenido contacto con la primera en una ocasión, hacía mucho tiempo, allá por la juventud.

Y, de pronto, se topó con el libro. Ocurrió hace cinco años, cuando Jennifer tenía 38. Estaba en la biblioteca central de Hamburgo y un volumen encuadernado en rojo le llamó la atención, quizá por su título: ‘Tengo que querer a mi padre, ¿verdad?’. A medida que lo hojeaba, sintió que el suelo se hundía bajo sus pies, porque en las fotos de aquellas páginas vio retratada una parte de su historia que no conocía: aparecía Monika, la madre, con su gesto tristón y cansado, y también la abuela Ruth, pero el otro protagonista de las imágenes era ese hombre complicado de amar al que aludía el título, con su uniforme de las SS y su mirada de ave rapaz.
Jennifer descubrió allí, en un pasillo de la biblioteca, que es la nieta de Amon Göth, ‘el Carnicero de Plaszow’, el sádico vienés al que los propios nazis reprobaron por no respetar las normas sobre el trato a prisioneros. Göth era el capitán de gustos refinados que jugaba a ser Dios y disparaba desde su ventana sobre los internos, el que tenía adiestrados a sus perros Rolf y Ralf para matar a dentelladas, el que hacía sonar valses mientras enviaba a los niños a la cámara de gas, el que acabó con la vida de un cocinero judío porque la sopa quemaba… Un superviviente dijo de él: «Cuando veías a Göth, veías la muerte». Se trataba, en fin, del personaje con el que Ralph Fiennes heló la sangre de los espectadores en ‘La lista de Schindler’.

La soga para ahorcarle

Jennifer, que había crecido como la única niña negra del barrio muniqués de Waldtrudering, llevaba los genes de uno de los militares más abyectos del Tercer Reich. En el libro se enteró de que Ruth, aquella abuela cariñosa y dulce que le mandaba tarjetas en sus primeros cumpleaños, había sido la última amante del capitán nazi y le siguió defendiendo tras su ejecución: siempre durmió con un retrato de Amon sobre su cama. Monika, en cambio, era una infeliz torturada por las culpas heredadas de sus padres, que vivía obsesionada por la carga que le tocó al nacer. Y, de golpe, Jennifer también empezó a sentir esa losa sobre sí misma: el descubrimiento de sus orígenes la sumió en una larga depresión. Se acordaba de sus amigos israelíes y de los supervivientes del Holocausto a los que leía en alemán en el Instituto Goethe de Tel Aviv, se atormentaba con la posibilidad de haber heredado la crueldad y el extravío, se miraba en el espejo y adivinaba los rasgos de su odioso pariente. «Tengo las mismas líneas en la zona del bigote que mi madre y mi abuelo. No puedo evitar pensar que debería pincharme para suavizarlas, o eliminarlas con láser o quirúrgicamente. Soy alta, como mi madre y mi abuelo. Cuando Göth fue ejecutado, tras la guerra, el verdugo tuvo que acortar la soga dos veces porque había subestimado lo alto que era», recuerda.

Finalmente, ha decidido contar su experiencia en un libro, recién editado en Alemania, con un título que se podría traducir como ‘Amon: mi abuelo me habría matado de un tiro’. «Piensas que, si no hablas acerca de algo, no tendrá ningún impacto sobre ti. Pero, en mi caso, el silencio tenía un efecto destructivo», ha explicado a la radio Deutsche Welle. Buena parte de las 256 páginas se dedican a sus esfuerzos por asumir su nueva realidad a lo largo de estos cinco años, desde una dolorosa visita al campo de Plaszow hasta el reencuentro con su madre junto a la tumba de su abuela, que se suicidó con pastillas en 1983. El de Jennifer es un caso extremo, una carambola improbable y asombrosa, pero la periodista que ha escrito el libro junto a ella, Nikola Sellmair, relativiza esa rareza con una frase que provoca escalofríos: «Hay muchos alemanes que no saben lo que hicieron en realidad sus abuelos».

Fuente:lasprovincias.es