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JORDI SOLER

Enlace Judío México | Sayyid Qutb era un poeta que nació en un pueblecito egipcio en 1906, y cuando tuvo edad suficiente se fue a estudiar a El Cairo. Ahí comenzó a publicar sus primeros poemas y a articular ideológicamente una situación que lo perturbaba desde pequeño: la avasalladora influencia de Occidente que entraba en su país, fundamentalmente musulmán, desde todos los niveles del gobierno que entonces controlaba la corona inglesa. Sayyid Qutb pasó de los poemas a los libelos, fundó una revista, se convirtió en maestro de escuela y después en funcionario del Ministerio de Educación, con un puesto estratégico que le procuró un misterioso viaje a Estados Unidos. Más tarde, ya que a fuerza de libelos, ensayos y discursos se había consolidado como un importante ideólogo del Islam, pasó a ser el gurú de la organización, últimamente muy famosa, de Los Hermanos Musulmanes. Como consecuencia de las acciones políticas de la organización, en 1965 fue detenido y al año siguiente fusilado por el gobierno del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser.

La importancia que tiene hoy Sayyid Qutb, al margen de su particular exégesis del Corán, es su figura de guía e inspiración para los líderes de Al-Qaeda, bin Laden incluido. He hecho un apunte biográfico fugaz de Qutb, porque quiero llegar rápido a una escena de su viaje a Estados Unidos que me parece reveladora, pero quien quiera profundizar en la gesta de este hombre, que es el padre del islamismo radical, haría bien en leer la extraordinaria biografía intelectual que escribió el profesor John Calvert (Sayyid Qutb and the origins of radical islamism, Hurst and Company, London, 2010). ¿Por qué hay que leer sobre este hombre? Porque el islamismo radical ha transformado el mundo desde el 11 de septiembre del 2001 y hoy sigue siendo una fuerza capaz de desconfigurarnos el planeta entero.

Hace unos días, en un coctel de escritores que se celebraba en el patio de un castillo en Morgues, Suiza, hablaba con un escritor afgano que tuvo que abandonar su país y refugiarse en Ginebra, donde ahora vive, relativamente lejos de la amenaza del islamismo radical. Este escritor me dijo una cosa que me produjo un escalofrío, luego de contarme de un líder de Al-Qaeda que, a la usanza de algunos narcotraficantes mexicanos, se come a mordidas a sus víctimas, sentenció: “La guerra en Siria es el principio del fin del mundo”. Una frase dicha en un coctel de escritores, entre copa y copa, que bien puede ser una frivolidad, o una idea que quizá no estaba suficientemente elaborada, pero resulta que después de oír aquello, leí en el diario francés Le Monde una declaración del pediatra que sucedió a bin Laden como líder de Al-Qaeda, Aymán al-Zawahiri: “La victoria final del Islam vendrá de Siria”, escribió.

Pero regresemos al viaje que hizo Sayyid Qutb a Estados Unidos, en 1948, con la encomienda de observar, desde su punto de vista de maestro y funcionario, el sistema educativo de aquel país. Qutb estuvo en Nueva York, en Washington, en San Francisco, donde cayó enfermo y tuvo que ir a reponerse a un sitio menos húmedo, y en San Diego. El sitio menos húmedo donde convaleció durante varias semanas fue Palo Alto, que hoy es el corazón del Silicon Valley, un sitio apacible en el que estuvo, según cuenta en su memoria de ese viaje, muy a gusto; no sospechaba, desde luego, que unas décadas más tarde ese pueblo sería el origen del bombardeo ideológico, de la desaforada propaganda del american way of life, que con tanta dureza reprobaba su estricta interpretación del Corán. Aquel viaje de 22 meses por Estados Unidos terminó por radicalizar la visión de Qutb, que veía inmoralidad y libertinaje en cada esquina; se sentía incómodo con la forma de vestir de las mujeres, y también con la manera en que se acercaban a los hombres y con la lubricidad, para él desconocida y seguramente sobre interpretada, con la que lo miraban. En los escritos que produjo aquel viaje, Qutb cuenta de su asombro al ir caminando por un suburbio de Washington, un barrio arbolado con casas de dos pisos, sótano, techo de dos aguas y gran jardín, muy probablemente Bethesda o Chevy Chase; escribe sobre su tarde de domingo en ese barrio y, más que nada, sobre las familias que están comiendo en sus jardines, asando carne y bebiendo cervezas, oyendo música, una escena normal, y hasta sosa, de domingo, que él describe con gran acritud, porque le parece el colmo del egoísmo y del individualismo que cada familia del barrio coma encerrada en su jardín, a diferencia de lo que pasaba en su ciudad, El Cairo, donde todos los vecinos convivían en una tumultuosa verbena en la calle. La violencia con la que Qutb denuncia esas inocentes comidas en el jardín, que a sus ojos son la manifestación de una ingente patología social, nos hace ver lo poco familiarizados que estamos con el islamismo radical, un tema del que, insisto, deberíamos saber mucho más: ahí donde había un matrimonio con sus dos hijos, comiendo y conversando al rayo del sol, mientras un perro labrador correteaba por el jardín, ahí donde nosotros veríamos una escena inocente y bucólica, Qutb veía el egoísmo, el individualismo lacerante, la enfermedad social y el demonio que el buen musulmán debería combatir.

“La guerra en Siria es el principio del fin del mundo”, me dijo el escritor afgano en aquel coctel en Suiza, y con esto quería decir que, desde su punto de vista, el fin del mundo será provocado por el islamismo radical, por una enorme escalada de sus manifestaciones más extremas; lo mismo que declaró Ayman al-Zawahiri en el diario Le Monde, “La victoria final del Islam vendrá de Siria”. Pero ¿qué quiere decir la victoria final?, ¿la conversión de todo el planeta al Islam?, ¿la erradicación de las faldas, las comidas en el jardín y las bebidas alcohólicas?, ¿el fin del mundo? Más allá de lo que pueda suceder, la situación recuerda a los tiempos de la Guerra Fría, de la humanidad amenazada por el armamento atómico, por los terribles rusos con su agresivo imperio soviético; recuerda aquella época en la que bastaba que alguien accionara el botón rojo de los misiles atómicos para que todo volara en pedazos.

Aquel grosero individualismo que tanto impresionó a Qutb en los jardines de Washington, trataría de ser abolido unos años más tarde por el movimiento jipi, que defendía la vida en comunidad, el amor libre y la propiedad colectiva, y que terminaría topándose con la cruda realidad, o quizá intervenido por ésta hasta su disolución, aproximadamente en los alrededores del Álbum Blanco de Los Beatles, hace exactamente 45 años, entre 1968 y 1969. Si se oye hoy con atención este álbum, puede percibirse el caos y la oscuridad que imperaba en esa época; sentarse a oír este disco equivale a asomarse a esa temporada nefasta en la que Martin Luther King era asesinado y el ejército estadunidense masacraba civiles en Vietnam, a esos meses en los que la policía arremetía contra los estudiantes en París, los tanques rusos contra los jóvenes de Praga y los militares mexicanos contra los estudiantes en la plaza de Tlatelolco. Los Beatles, ajenos a la realidad o quizá intoxicados por ella, empezaron su famoso álbum doble con la canción “Back to the USSR”, “De regreso a la Unión Soviética”, un track donde hablan de sus ligues con chicas moscovitas, ucranianas y georgianas, compuesto justamente cuando los tanques rusos entraban a saco en la plaza Wenceslao de Praga. El segundo track lo dedican a la hermana de la actriz Mia Farrow, Prudence, una chica que estaba obsesionada, a niveles suicidas, con la meditación, estaba atrapada en un viaje mental del que no era capaz de salir (dear Prudence, ¿won’t you come out to play?). Lejos de ayudarle los cuatro Beatles fueron arrastrados a La India, al centro místico que regenteaba el opinable Maharishi, un gurú altamente espiritual que se volvía loco con cualquier criatura que llevara falda y tuviera un mínimo de signos vitales. Aquel viaje acabó con el grupo, el Álbum Blanco se grabó por secciones, en un claro proceso de disgregación, Brian Epstein se había muerto hacía unos meses y los músicos se habían quedado sin su estrella polar, igual que Mia Farrow, que había recibido la notificación de divorcio, de su marido Frank Sinatra, mientras rodaba Rosemary’s Baby, la película que Roman Polansky filmó en el edificio Dakota, ese inmueble infausto en cuya entrada, 12 años más tarde, moriría asesinado John Lennon. El Álbum Blanco fue publicado a finales de 1968 y unos meses más tarde, un jipi pasado de vueltas llamado Charles Manson, inspirado por su panteón mental que incluía a los cuatro Beatles, asesinó, con la ayuda de su tribu, a la actriz Sharon Tate, la mujer de Roman Polansky, y en las paredes escribió con sangre “Helter Skelter”, el título de otro de los tracks del Álbum Blanco, esa delirante pieza pop con la que terminaba no solo la historia de Los Beatles, que harían todavía, desde sus escombros, un par de discos, sino el sueño jipi de un mundo lleno de flores donde todo era de todos, incluso el jardín y la mujer del prójimo; ese intento de construir una sociedad distinta terminaba con el concierto de Woodstock, y después con el de Altamont, en California, donde hubo cuatro muertos y una energía oscura que era ya parte del gran final.

El mundo, el nuestro, ese que llamamos Occidente, no se acabó después del Álbum Blanco, pero sí cambió radicalmente, comenzó la información masiva a invadir la intimidad de las personas, y el capitalismo rampante y el individualismo feroz; los jipis se cortaron el pelo, se casaron por la iglesia con la mujer de su prójimo y se apuntaron a trabajar en un banco o en una dependencia de ese mismo gobierno que odiaban de todo corazón. Tampoco se acabó el mundo después del 11 de septiembre, pero si cambiaron las coordenadas, el terrorismo global nos obligó a mirar al Oriente, nos jodió para siempre los viajes en avión y nos devolvió aquel viejo miedo, simétrico al de la época de la Guerra Fría, de que en la siguiente vuelta de la Tierra puede estar agazapado, como un lobo, el fin del mundo.

@jsolerescritor

Fuente:milenio.com